martes, 27 de marzo de 2012

Los valores y el valor


Lectorcillos, confieso que he sido un poco deshonesta. Hace varias semanas me dirigía desde este púlpito a mi señora madre para declararme, creía yo que con toda sinceridad, ajena a cualquier maniobra de marketing. Le pedía que dejara de preocuparse por la imagen de fragilidad que algunas de las cosas que he escrito podían dar de mí. Que mi único interés era escribir y, a través de ello, hacer un registro de mi experiencia, y profundizar en lo que para mí significa estar viva. Que, más allá de eso, yo no tenía ninguna expectativa: no quería obtener nada más aparte de la apertura de una vía para compartir mi sensibilidad. No quería vender un producto, ni colocarme de manera que mi ego saliera beneficiado.

Ahora me doy cuenta, y por eso en el párrafo anterior he usado verbos en pasado, de lo complicado que resulta no manipular, aunque sea de forma inconsciente, la propia identidad. Todos queremos salir guapos en la foto. Libres. Ingenuos. Honestos. Llevo unos días evitando hablar sobre algo a lo que últimamente le estoy dedicando una buena cantidad de energía mental: los valores fundamentales que rigen mi vida. ¿Y por qué nos escondes esa información básica para comprenderte y, en cambio, nos sueltas cualquier chorrada sobre bizcochos tóxicos o frases que dan grima?, os preguntaréis con tino.

Muy sencillo. Veréis, me acerqué a esta cuestión de los valores a través de “La trampa de la felicidad”, un libro de Russ Harris que Marina (a la que, a este paso, voy a tener que pagarle derechos de autor, o pedirle que se case conmigo) recomendó una vez en su blog. Yo llevaba ya una temporada merodeando en torno a la sección de Psicología de las librerías a las que soy adicta, porque tenía la intuición de que algo andaba descuadrado en mi vida. Me levantaba alegremente, como siempre, y dejaba correr las horas del día sin que me doliesen demasiado, más o menos bien dispuesta. Pero por la noche, a la hora de meterme en la cama, el aliento se me quebraba un poquito. Volvía a acostarme, igual que la noche anterior, y la otra, y la otra, volvía a encadenarme al ciclo automático del sueño y del despertar, como si de mi vida sólo sobreviviesen esos momentos en torno a la cama, y todo lo demás se disolviese. La vida corría, corría, cómo corre, la condenada, y su contenido secreto no se me terminaba de revelar. Ahora me queda claro: lo que me atenazaba, todas esas noches, era la sensación de que no me estaba ocurriendo nada. Tenía una expectativa que ni siquiera sabía expresar. Tenía una cita y no sabía con quién, ni dónde ni a qué hora.

Entonces busqué aquel libro, y me topé con sus preguntas incómodas: ¿qué es lo que realmente valoras?, ¿en qué persona te gustaría convertirte?, ¿cómo quieres que sea tu vida?, ¿cuál es el sentido que le das, cuáles tus valores? Ahí estaba, de repente, mi inquietud materializada en un puñado de preguntas tan básicas, que parecían pueriles, preguntas que me han rondado por la capa más superficial de mi mente, y que nunca he respondido con la seriedad y la atención necesarias. Valores... Bueno, enfrentarme a ellos me daba una pereza terrible. Qué cosa más etérea. Y la verdad es que también sentía un punto de temor, porque ¿y si descubría que carezco de valores? ¿Y si me daba cuenta de que, a pesar de mi alegría olvidadiza, mi vida no tiene columna vertebral?

Pero como fuera de los aeropuertos no soy especialmente cobarde, me propuse el reto de contestar a las preguntas que el libro y mi almohada me planteaban. Por escrito, por supuesto, porque el pensamiento es un cazamariposas con una luz de malla muy ancha. Instintivamente, me froté las manos, calculando el número de post que, bajo la etiqueta de “Mi mito propio” podría publicar. Pero lo pensé mejor: ese tenía que ser un trabajo íntimo, la redacción de una especie de Constitución propia, privada, a partir de la cual se rigiera todo lo demás.

Porque resulta que me estaba empezando a molestar el hecho de que mi voz empezara a sonar más insatisfecha de la cuenta. Aquí he hablado mucho de mis tesoros y de mis momentos de plenitud, pero también de mis inquietudes, de mis carencias y, a lo mejor de forma velada, también de mis miedos. De repente, me entró un ramalazo de falso pudor, por no decir, abiertamente, de coquetería: no tenía ganas de enseñar mi lado más vulnerable. No quería que nadie entendiera que volvía a quejarme.

Para bien o mal vuestro, he cambiado de idea. Por dos razones. Primera, que aquello que escribí para mi madre es una aspiración auténtica de mi corazón, y que la honestidad es el primer valor que, antes de empezar los deberes, se me ocurre. Y segunda, que sólo a una pava como yo le puede sonar a queja el acto de dibujar una cartografía que sirva para guiar el camino propio por la vida. Yo ya llevo unos cuantos pasos dados en dirección a la persona que quiero ser, y es posible que, conforme escriba mis respuestas, me dé cuenta de que, en realidad, nunca he dejado de ser esa persona.

(¿Las respuestas? A partir de mañana)

3 comentarios:

  1. Anónimo entre comillas27 marzo, 2012 23:41

    Bueno, quedo a la espera de tus respuestas. Seguro que me puedo apropiar de alguna/s, porque siempre nos faltan respuestas y eso que yo he sido siempre de preguntarme poco. ¡Simple que es una!
    Ah, y lo de contar la "chorrada de los bizcochos tóxicos" no te lo cuestiones; yo me he reído un montón: vaya par da gansas...Joer, voy a ser la única persona del mundo conocido, además de madre-Torquemada, que no ha probado los "cigarritos de la risa", o la versión bizcocho tóxico, porque lo de los cigarritos, sin saber fumar siquiera... Tu post quita las ganas a cualquier interesado en la opción fácil, con el té de las cinco...

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  2. Anonimíllas, como sabe usted que "torquemama" no ha probado los "cigarrillos de la risa"?.

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  3. Anonimillas, así que te has reido un montón, eh? Pues que sepas que estuviste a punto de quedar te sin heredera universal de tus bienes. Los cigarritos de la risa no hacen ni puta gracia, a mí por lo menos. Después de mi particular pica en Flandes, no puedo ni olerlos sin que se me revuelva el estómago. Donde se ponga tu bizcocho de naranja.

    Anónimo, muy bueno lo de Torquemama. Me lo apunto. Y si preguntas lo que preguntas es que no conoces a la personaja.

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