sábado, 3 de marzo de 2012

Lo que mis gafas vieron

Presente y pasado ocular

Hoy ha sido el estreno oficial de las gafas negras. Se acabaron las pruebas y las posturitas frente al espejo. Esta mañana, camino del trabajo, parecía como si un lápiz de punta muy fina hubiera perfilado todos los contornos cotidianos. Me fui fijando en los edificios, y en las caras, por fin las caras, de las pocas personas que a esa hora corrían o se admiraban del silencio de la calle, y era como si la ciudad se hubiera convertido en uno de esas imágenes llenas de manchas psicodélicas que se pusieron de moda hace unos años. Sí, esas que había que mirar y mirar con los ojos bizcos hasta que la Sagrada Familia de Gaudí te saltaba a un palmo de la nariz. A mí siempre me daba la impresión de que, de un momento a otro, iba a salir por la puerta un señor de traje azul marino para venderme una entrada).

Todo lo que vi, desde que salí de mi casa, parecía recién comprado y desenvuelto. Dolía un poco, la verdad. Al poco rato, la maravilla dio paso a la lógica. Ahh, no es sólo una cuestión de dioptrías, me dije. Es que los cristales viejos estaban ya tan rayados, que me tenían distorsionada la realidad. Pensar eso y hacer metáforas fue todo uno. Pensé lo bueno que sería si hubiera alguna herramienta, tipo Photoshop, que borrase los rayajos mentales, y corrigiese las distorsiones, no sé, el miedo, la costumbre, la pereza... ¿Dolería, también, una percepción así de nítida? Vale, no era una bomba de metáfora, pero a las ocho de la mañana de un sábado, camino de la Delegación, tampoco está una para poesía gongorina.

Y, sin embargo, veo mis gafitas granate, desfasadas por la miopía galopante – parece que estoy en plena pubertad, oigan –, y me siento un poco traidora. Ahora que las voy a dejar relegadas a los momentos de refriega (cuando me halle entre mochos y fogones, o cuando el trabajo se convierta en una cosa gloriosamente física), me doy cuenta de que les tengo cariño. Porque son como una especie de propaganda de lo responsable que he sido, a lo largo de tres años y medio, en materia oftálmica. Antes, yo era un bulto atolondrado que perdía un par de gafas tras otro, o que padecía de una tendencia morbosa a sentarse sobre ellas. De hecho, esas me las compré después de dejar las anteriores en quién sabe qué punto indeterminado de qué cortafuegos de la sierra de Iznalloz.

Me acuerdo de aquella tarde como si fuera ayer. De vuelta a Granada, ciega total, iba en el asiento del copiloto del coche oficial como si me hubiera metido un tripi. La realidad de la circunvalación se había desquiciado en un flujo de glóbulos rojos, blancos, amarillos. Que no eran más que los faros del resto de coches, y las farolas junto a la autovía, claro, pero a mí me parecía como si me estuviera deslizando dentro de un gran cerebro hiperactivo, y lo que veía fueran millones de conexiones raudas, fulgurantes. O un fuego artificial visto desde dentro. Los carteles de Tráfico parecían directamente sacados de una película de David Lynch, y lo mismo podían indicar que estaba llegando a La Chana, que a Denver, o a Pernambuco.

Al día siguiente, que por cierto era sábado, fui a encargar unas gafas nuevas con más urgencia de la necesaria, porque el domingo me iba de viaje a Italia y Croacia. Así que, realmente, nunca estuvieron muy, muy bien graduadas y, sin embargo, la de cosas que he visto con ellas. Por ejemplo, lo primero que vi, prácticamente, fue la preocupación con la que aquel-hombre-con el que sabía que-me iba terminar-enrollando-aunque pa-qué-si estaba claro-que no conectábamos, me explicaba un truco para contener la ansiedad en el avión. Sólo tenía que soplar dentro de la bolsita de papel con que las líneas aéreas gustan de torturar la imaginación de los pasajeros con fobias. Vi a mi tía por el rabillo del ojo, maleta en ristre, que se acercaba a la parada del autobús que nos llevaría al aeropuerto, mientras el hombre en cuestión no se decidía a irse. Vi que la pobre no se tragó ni un segundo el cuento de que me lo había encontrado por la Gran Vía, cuando lo cierto es que había pasado la noche en su casa.

Oh, vi con mis gafas torpes y preciosas el Gran Canal de Venecia, y el delirio de agua y fachadas me dejó borracha por lo menos para dos semanas. Yo creía que iba vacunada contra el virus de la belleza fácil. Pero no estaba preparada para el silencio mohoso de las callejas por donde no pasaba ni un alma con cámara de fotos, ni para la saña del agua, rellenando canales, rezumando por las paredes, cayendo a cubos del cielo. Ni para el eco de las plazas, ni para el exotismo casi chino de algunos rincones. Venecia. Qué densidad sensorial. Y volví a ver y a caer rendida a los pies de la exageración de islas y turquesas y cascadas de Croacia. Vi las torres de adobe de Bolonia, que parecían a punto de derrumbarse. Y la gente más guapa que he visto nunca fuera de las revistas de moda, sentada en las terrazas de una plaza, haciendo como que bebían frappuccinos, porque ya se sabe que los ángeles no tienen necesidades terrenales. Vi que mi tía estaba ya hasta las narices de mis niñerías y las de mi hermana, y que le estábamos agriando el viaje.

Tenía que colar esta foto romanticona como fuera


A la vuelta, tuve que ver lo que había quedado de aquel hombre, después de una semana de darse ferozmente al alcohol, y tuve que verme a mí misma consolándole, cuando lo cierto es que yo no tenía ni idea de qué papel tenía que jugar en aquella historia que olía a una fragilidad emocional antigua y a cerveza rancia. Él no me quería, ni yo a él y, sin embargo, ahí estaba, sin saber qué cara poner ante esos conocidos suyos a los que, en pleno desvarío, me fue presentando como si fuera su novia. Me vi más perdida que nunca. Sin querer, vi mi vida como una cosa pequeña, plana y desapasionada, algo que se mantenía cómodamente apartado de los límites. Pero también me vi solidaria, porque todo ese tiempo que el hombre se pasó haciendo equilibrios en su propio límite, me mantuve allí, muy cerca de su lado. No estábamos enamorados, apenas si éramos amigos, pero al menos fuimos un buen par de seres humanos.

Y luego me fui viendo cada vez más llena y calmada. Vi con mis gafas granate una nueva vista desde la ventana de una nueva casa. Cambié un patio interior por esa Sierra Nevada monstruosa, a la que no acabo de acostumbrarme. Y luego vi cómo una persona se fue convirtiendo poco a poco en imprescindible. Vi cómo mi armario se fue apretando con su ropa, y cómo mis singulares se fueron tornando en plural. Le tengo mucho cariño a esas gafas.

8 comentarios:

  1. Jijiji, te ha quedado tan bien que lo has escrito dos veces.

    Me hace gracia pensar cómo la gente vive y punto, se cambia de gafas y ya está, y no desarrolla este cariño estúpido por los objetos y esta manía de atesorar recuerdos rollo síndrome de Diógenes. Yo hace unos años le cambié el teclado al portátil porque el gato había arrancado varias letras, y luego me pasé varios días melancoliquísima, pensando en la de cosas que había escrito yo en ese teclado.

    Me ha gustado mucho el párrafo post-viaje con el hombre raro. También lo que dices de Venecia, porque a mí me pasó un poco igual: todo el mundo decía tantas maravillas que yo pensaba "bueno, no será para tanto": Y sí, es para tanto.

    Un abrazo.

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  2. Hermoso,sí señora!.

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  3. Yo aun guardo mis primeras gafas. Esas que me puse por primera vez a los 13 años, y con la que pude descubrir el suelo no era una masa informe grisacea en general, sino un collage lleno de piedrecitas y detallitos. Con la que veía bailar los extremos superiores de los edificios según mi agitación al caminar por la curvatura de los crsitales (es curioso, ahora ese efecto lo ha asumido mi cerebro, y no lo noto). Con la que ya pude adentrarme a un puesto intermedio en la clase, y abandonar la primera fila y la mirada con los ojillos así, como los chinos....


    Por cierto, tu leyendo tu post he tenido un "deja vu"...

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  4. Diooo, Marina, pero que torrrpe soy. Culpa de las gafas nuevas. Tu gato...Tú que entiendes del tema, ta darías cuenta de que estaba reclamando tu atención, verdad? Y el hombre no era raro, pobre, era...Bueno, podríamos hablar en privado sobre ello. ;)
    Un beso

    Y tú, Lectoraadicta, ¿no te animas a ir a Venecia? ¿O es que estás esperando a que haga un post monográfico?

    Mare mía, Paco Principiante, este blog está plagado de miopes

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  5. Anónimo entre comillas04 marzo, 2012 22:24

    Miopes, aprendices de miopes -tardíos-, personas que aman a los miopes...
    Oye, que fue un ratillo de cabreo ná más; el viaje fue muy bien. ¡Esos lugares tan maravillosos! Conozco gente a la que no le gusta Venecia y yo he de reconocer que antes de ir por primera vez, tenía poco interés en visitarla y la casi total seguridad de que no me iba a interesar: "bah, un decorado..."; pero deja el Puente Rialto, la Plaza de San Marcos, el Gran Canal y piérdete por los otros canales, los pequeños, las placetas (¿campos, se llaman?)...Hmm, qué maravilla. Y sigo recordando Plitvice como la más espectacular mezcla de bosque y agua que he visto nunca.
    Todavía me hace reir la bonita y fina metáfora que me soltaste después de confesar que tu encuentro con el amigo que te acompañaba no había sido fortuito, porque te remordía un poquito la conciencia: "pero tía, si tú y yo somos como las uñas y la mugre"; ejem...

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  6. hola como estas, es cierto eso que se dice que unas gafas graduadas pueden hacer el mismo efecto que una lupa y por ende provocar un incendio?
    yo tengo el problema de que todo lo que me saco me lo olvido por donde sea que desastre soy

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  7. heeee heeee calma que yo todavia no soy miope espero no se me contagie.(me contagiare si no, no se, tendre que dejar de leer el blog quizas sea el quien ejerce una influencia? o lo leo con ese bonete de papel de plata como en las peliculas?). Conozco alguien que se pone un sombrero de papel (como el de napoleon) para cocinar le pido que me haga uno con papel de plata, y que pensara la gente de mi cuando me lo ponga en la biblioteca para leer el blog, que tenria que responder a yo a sus preguntas? bueno no le doy mas vueltas y sigo asi

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  8. Mmmmm, soy yo, mmmmm, la referencia al bonete de papel de plata de las películas me ha dejado desconcertada, tal y como si me hubieran graduado las gafas nuevas con veinte dioptrías más. Y lo de los incendios, bueeeeno, quizás en un verano con 57 grados a la sombra y la hierba seca como corazón de banquero...

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