domingo, 11 de marzo de 2012

Las casas de mi vida (II)


¿Dónde habíamos dejado el camión de la mudanza, amiguitos? ¿En Jimena? Pues bien, antes de poner mis bonitos pies – cuyos talones de Aquiles no llevaban todavía el estigma de las botas de montaña – en aquel lugar, viví en la casa esteponera que ahora es de mi madre, durante los dos años que necesité para estudiar unas oposiciones, aprobarlas y desesperar el tiempo que la Junta de Andalucía consideraba como mínimo, por entonces, para que un nuevo funcionario se incorporara a su puesto de trabajo. Dos años. Me parece mentira, porque de esa época sólo guardo recuerdos vagos: yo en una mesita camilla enana, haciendo esquemas sin mucho ahínco. Desayunando en la cocina enana, junto a mi madre y la voz de Iñaki Gabilondo en la radio, un té verde con hierbabuena y seis galletas Digesta (esa monomanía parece lo único preciso). Despejándome un rato por la playa, alérgica a la idea del futuro. Mirando el paso de las garcillas bueyeras camino a sus dormideros, al atardecer, cada vez que íbamos a la casa del campo. Por no recordar, no recuerdo siquiera si mis padres estaban ya separados. Es como si me hubiera pasado esos dos años en estado fetal. En cierto modo, así es como me encontraba. Luego nací, no de golpe, poco a poco, y me olvidé de casi todo lo que ocurrió en aquel periodo de gestación. Pero aún no es el momento de hablar de aquella casa.

La casa seis estaba en un recodo no demasiado señorial del centro sevillano. Enfrente del piso que Lidia y yo compartimos con Juan o con Chema – se podría hablar largo y tendido de los compañeros de piso circunstanciales, esos personajes – había una sede de no sé qué oscura hermandad de monjes y, a veces, cuando venía cargada del súper, me topaba con una fila de ellos, y quiero creer que no imagino si digo que llevaban las manos escondidas en las mangas, y la cara gacha y oculta bajo una capucha de cuento gótico. Eso pasaba siempre bajo un cielo de un millón de kilómetros de espesor azul, entre fachadas que cegaban. A mí, medio ridícula con mis bolsas del Mercadona y mi sensación de estar viviendo vicariamente la vida de Lidia, semejante barroquismo me sobrepasaba. Para más inri, los gatos en celo de todo el universo venían a cantar sus serenatas macabras justo debajo de la ventana de nuestro salón. Y sí, M., el casero no tenía desperdicio: se llamaba Don Graciliano, que yo creo que llevaba el Don hasta en el DNI, y usaba camisas finas como el papel de la Biblia, de unos colores que yo me divertía en bautizar. Amarillo-mala conciencia. Verde-porcelanosa. Rosa-atardecer de Sevilla con golondrinas y horrible gente fina. Tenía un bigote que hasta Franco se hubiera cuadrado ante él. Y, ahora, Lidia, manifiéstate de una vez, y me contradices.

La casa siete. Sí, también yo fui víctima de la desalmada industria granadina de los pisos de estudiantes. He sufrido el mueble provenzal y la grasa acumulada desde el tiempo en que Lorca estudiaba Derecho. Le he birlado galletas a la compañera de piso de turno en momentos de hipoglucemia emocional. He odiado el brío soviético con que otra compañera de turno batía huevos en un vaso, cada impepinable noche. He puesto los ojos chinos frente al quinto elemento, aquel hombre en pijama que se alimentaba a base de pan Bimbo y Nocilla, y cuya condición de novio-de parecía eximirle de su parte del alquiler, cuando lo cierto es que pasaba más tiempo en la casa que yo. Lo más emocionante que viví allí, porque ninguna de las cuatro habitantes (de los cinco) éramos lo que se dice jaraneras, fue el incendio de un piso situado un par de plantas por debajo de la nuestra. Estábamos merendando tan ricamente (Pan Bimbo y Nocilla) y, sin transición, como en los sueños, el piso entero se puso blanco de humo. Creo que si no hubiéramos tenido una de las terrazas más grandes (y con vistas más sórdidas) de Granada, ahora llevaría unos trece años enterrada. Pasé Miedo-Miedo-Miedo, y no puedo entender cómo mi cerebro frágil no guarda ni la más mínima huella de trauma. Quizás todavía se siente un poco abochornado por la poca templanza con que dotó a mis veinte años. Ah, pero fue tan gloriosa la aparición del primer bombero al otro lado de la puerta de la terraza, envuelto entre nieblas, con su lucecita roja en el casco, astronauta perdido. Mi primer amor bomberil.

La más triste de las casas fue la casa siete. Yo no quería, no y no, irme a vivir a esos barrios donde en cada ventana brilla la luz plana del flexo de un estudiante, donde, de madrugada, todos los portales huelen a violación. Allí es donde tres de mis cinco amigas eternas del instituto, con las que había convivido el año anterior, decidieron mudarse. Yo me planté. Rastreé por las vallas de la facultad, por las cabinas de teléfonos, por las farolas, en pos de un piso que pudiera compartir en el centro de Granada. Y fui a parar allí, al Reino de la Sopa de Sobre. Oficialmente tenía tres compañeros de piso, pero creo que a uno de ellos no lo llegué a ver nunca más de dos minutos seguidos. Más de medio minuto seguido. A los otros dos, sí, los veía más, a lo mejor durante la cena, pero para qué si, los unos para los otros, éramos como plantas de interior. Creo que aquel año tragué más calle que nunca en mi vida. Me pasaba los días andándome la ciudad entera, buscando un poco de calor en el piso impoluto de mis amigas. No tardé mucho en darme cuenta de que había pasado a la categoría de visita más asidua de la cuenta, como aquel novio-de pegado a un pijama. Creo que aquel año fue el más triste y vacío de mi vida.

Desde mi ventana en la casa ocho se veía un mar de tejados viejos. Y todo, todo era viejo. Había que subir tres tramos de peldaños de madera crujiente hasta llegar a ella, a los sillones de escay color de vino, a la cocina sin ventilación, a las habitaciones de camas altas donde parecía que acababa de entregar su alma alguna bisabuela. Tenía una terraza donde las cuatro amigas tomábamos el sol, y un cuarto separado del resto de la casa, en una buhardilla, donde acabé instalándome yo. Era como vivir en una pensión de principios de siglo. Todo era viejo: los armarios en los que no encajaba ninguna puerta. La cuerda rota de la cisterna del váter. La expectativas de la vida universitaria. Nuestra romántica amistad de adolescencia.

(Prometo espaciar un poco más el siguiente capítulo de las casas!)

2 comentarios:

  1. Anónimo entre comillas11 marzo, 2012 22:56

    Como tardo un poquillo en reconocerlas (ya quedó constancia de cómo anda mi memoria en nuestro último café, y no estaba sobreactuando), me ha costado encontrar el lugar donde se escondía la última que recuerdas en este post con tanta grima. Y la verdad, es que me he sentido un poco culpable...
    ¿Y qué hay de Fassbender? (No sé si se escribe así)

    ResponderEliminar
  2. De la número siete,sobre todas,recuerdo el desconsuelo que sentí cuando nos despedimos y nos decías adiós con la mano,el coche se alejaba y a mí me parecía que te abandonaba a una suerte incierta.No sé la razón,si porque la casa era fea,porque la ví sucia,o porque tus compañeros iban a ser todos chícos.

    ResponderEliminar