lunes, 5 de marzo de 2012

Las casas de mi vida (I)

12:20. Medio pollo (el más vago de su corral, porque tenía pegotes de grasa amarillo fluorescente hasta en el último rincón de su alma aviar), se cuece en medio tinto, entre puerros, zanahorias y lo queda de las setas que mi padre recolectó el año pasado, bajo los alcornocales. Dentro de una hora meteré en el horno el gratinado de brócoli y boniato que toca para hoy. Dentro de dos horas tendré el uniforme puesto, de nuevo. Dentro de tres horas me estaré estirando, como si quisiera dar de mí (suena raro en primera persona), en la oficina. Dentro de cuatro, me pelearé con las sutilidades del lenguaje administrativo – penal. Dentro de ocho, estaré hasta las tetas del peliagudo informe que nos traemos entre manos. Dentro de diez horas, mediré las fuerzas expresivas que para entonces me quedarán, por si acaso me alcanzaran para terminar este post, que ha nacido condenado al coitus interruptus.

El olor a guiso empieza a colarse por todos los rincones de la casa, debajo de las camas, por los balcones, en el cuarto de baño. Es lo que tiene vivir en un lugar pequeño, con las vergüenzas de la cocina al aire. A pesar de mis furibundos empeños ventilatorios, el olor a comida persiste horas después de que lo que se cocinó haya sido ya medio digerido. Lo que vuelve a demostrar que el olor es un sensación del pasado. Cuando llego de la calle, antes de encender siquiera la luz, identifico el olor de la casa: salmón, curry, sofrito de tomate. Es algo que me resulta a la vez irritante y entrañable. Como un marido. Es así. Si Marina decía que a su casa la echaba de menos como a un ser vivo, yo quiero a esta casa como si fuera mi marido: me fastidia a ratos, pero no quiero imaginarme todavía viviendo en otro sitio. Es un lugar tan fácil, a pesar de que reviente de ropa por todas sus costuras. El sol entra toda la mañana, es calentito, y por los balcones confraternizo con unos cuantos árboles andrajosos en los que se reúne una cuadrilla de gorriones, tórtolas y hasta un cernícalo. Ya os dije en el post anterior que veo en directo si en la Sierra ha nevado. Y a la izquierda se arraciman unas cuantas casas blancas que, con la luz benévola del atardecer, me hacen acordarme de Lisboa.

También quiero a esta casa porque me la buscaron mis tías. Fue una especie de cita a ciegas. Imagino a mi tía Juani, leyendo el Ideal en alguna de las cafeterías donde, bastante antes del final, las mañanas ya debían de parecerle que se estiraban como chicle. Tiene encima de la mesa el segundo café del día, a medio terminar, o a lo mejor un zumo de naranja. El camarero escucha cómo su voz de tenor le pide un bolígrafo, con el que va a apuntar el teléfono de uno de los anuncios por palabras del periódico. Ella tiene todo el tiempo del mundo para arreglar los desperfectos de la vida de la gente. Pocos días después, me llamarán, su hermana o ella, y me dirán, un poco traviesas, que, bueno, han visto un piso que me gustaría un montón. Y vaya si me gustó. Un amor a primera vista.



Con la casa antes de esta casa mantuve una relación turbulenta. La llamaré la casa 2. Está claro que me metí en ella por conveniencia, porque en algún sitio hay que vivir, y porque me pillaba bien para salir todos los días en coche a donde entonces tenía el trabajo. No hizo falta mucho tiempo para que me diera cuenta de que éramos incompatibles. Era lóbrega. Estaba en un bajo, y la ventana del salón ni siquiera daba a la calle, sino al patio distribuidor del edificio. Casi nunca podía leer en el sofá con luz del día. Sí, el dormitorio tenía acceso privado a otro patio interior, pero todos mis proyectos de convertirlo en un vergel de macetas fueron un fracaso. Era el gran achicharrador de plantas, un Sáhara mezquino en medio de Granada. A lo mejor las pobres no podían resistir el runrún eterno de las máquinas ferroviarias que, se supone que alguien estaba arreglando al otro lado de la tapia. Y encima, era un lugar celoso, porque para hablar por teléfono tenía que salirme a la calle. Aquel hombre “raro” del que hablábamos ayer no tuvo reparo en decirme que el lugar le daba malas vibraciones, como a las plantas. Y tenía razón, aunque usara palabras de iluminado.

En la casa 3 sólo viví cinco o seis meses. Sólo a mí se me podía ocurrir pasar sin transición de un pueblo de belén como Jimena, rodeado de los bosques de mi vida, a las calles mamarrachas (con perdón, Algarrobo) de Maracena. Se me hace raro pensar que allí también cocinaba, barría el suelo y, por las noches, soñaba. Y, sin embargo, tuve un par de momentos de plenitud, mientras leía en una butaca bañada de sol. Me acuerdo, y casi nunca me acuerdo de los libros que he leído, de La celda de Próspero, de Lawrence Durrel, y de Mortal y rosa, de Umbral.

La casa 4 no tenía más tabique interior que el del cuarto de baño y, a pesar de su aire impersonal de habitación de hotel, podría haber sido bastante agradable, si al poco tiempo de mudarme allí no hubieran empezado a construir, en el solar frente a mi terraza, dos bloques de apartamentos faraónicos. Fue donde aprendí a vivir sola, y en esa asignatura saqué muy buenas notas. Tan buenas que durante mucho tiempo pensé que jamás podría volver a vivir en compañía. En aquella casa sonaron los primeros discos que me compré con mi sueldo: les quitaba el plástico, bajaba la persiana, y me tumbaba a oscuras en el sofá abatible, que transformé en cama turca. Me acuerdo de lo que lloré escuchando, de esa guisa, un disco de Perry Blake. Y allí me visitaron amigos con ganas de campo. Allí dejaba atrás el chismorreo perpetuo de la gente del pueblo, que me había bautizado como La Forestala. Allí, en el biombo que separaba el espacio de la cama del resto de la casa, colgué el forro polar del bombero, para que se secara.

La casa 5. Todavía me parto. Después de bajarme del autobús en Jimena, por primera vez, y de que me presentaran a un puñado de forestales, me dije que la segunda tarea de mi vida adulta, después de aprobar las oposiciones, debía ser la de buscarme un techo. Y lo cumplí con tal precipitación que me eché de casera a la matriarca de los Montoya o de los Tarantos. Era un piso recién acabado y, cuando lo alquilé, estaba sin amueblar. La buena mujer me traía un día un armario, al siguiente un sofá, al otro un par de vasos. Todo ello sacado de los descartes del decorado de Cuéntame. Inenarrable. Llamaba al timbre, dejaba otro nuevo trasto imposible en el pasillo, me preguntaba por la cuantía de una nómina que todavía no había cobrado, y cuando se largaba, yo me quedaba un rato con las manos en las mejillas, igualita a la figura del cuadro de Munch. Me fui a los tres meses, y mi casera se enfadó tanto, que durante una temporada deliré con la posibilidad de ser víctima de un ajuste de cuentas. Pero desde la ventana de la cocina se veían los montes, con su cocorota verde asomando entre la niebla, y entonces me empecé a enamorar.

Estas son las cinco casas de mi vida adulta y asalariada. Siento si alguien empieza a estar empachado de tanto revival, pero mañana, más.

(Vaya, no he tenido que esperar a las tantas de la noche para colgar este post. ¿Será el brócoli power?)

5 comentarios:

  1. Anónimo entre comillas06 marzo, 2012 22:56

    No estaría mal que todos -bueno, a quien le diera la gana- hiciéramos ese recuento de las casas de nuestra vida, porque de alguna manera se recuperarían un poco del olvido en el que van quedando sumergidas poquito a poco. De las tuyas granaínas me resulta imposible recordar la de Maracena; espero que sea porque nunca estuve en ella. Sin embargo, con qué nitidez (bueno, y lágrimas) has conseguido que volviera a acordarme de los pasos que seguimos para encontrar la de la foto, en la que ahora vives.

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  2. Te ha pasado alguna vez despertar y no saber en qué casa te encuentras?a mí,sí.

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  3. Yo creo que a todos. Ni si es lunes o sábado. Todo lo bueno y malo pasa en la cama.

    Silvia, anímate a hacer otro ciclo de caseros. Es una especie única. Están los caseros y los que no lo son. M.

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  4. Es que, Anónima de mentirijillas, las casas son biografía. ¿De verdad nunca estuviste en la casa del Señor Jartible Barbudo?

    Lectoradicta, M, eso que os pasa es porque no os despertáis con la misma lucidez con que lo hago yo. Con perdón.

    M, ciclo de caseros, mmmm, no sé cómo andan mis reservas de veneno

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  5. Anónimo entre comillas08 marzo, 2012 22:27

    Jo, cuando después de escribir el comentario se encendió la poquita neurona que me quedaba ese día, casi me desmayo del susto. Lo mío es grave, pero grave...

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