sábado, 31 de marzo de 2012

Lágrimas artificiales y el conejito de chocolate


Me da la impresión de que a algunas personas el post anterior les sonó a propaganda electoral. Por ejemplo, a Lectoradicta, que es mi azote, y que me insta a que lleve mis bonitas teorías a la práctica. Bien, pues ayer me pasé el día practicando. Al final, en la cama, estaba tan cansada como si hubiera estado toda la tarde trotando campo a través. Pero tenía la cabeza y el corazón despejados, las emociones al raso, y eso me daba la medida de lo útil que es el esfuerzo. Ayer fue un día duro. Y sólo golpeando algo contra lo duro saltan chispas. Ayer fue un día estúpido y revuelto, ideal para ejercitar los valores recién descifrados. Porque es muy fácil ir desnudo y sin vergüenza por el Edén. Lo valeroso es hacerlo a pie de calle. Ayer me mantuve a flote y entera gracias a mi atención.

Al final de la tarde estaba sentada en una silla de curvas pretenciosas, con los ojos cerrados. La enfermera de la clínica me acababa de echar unas gotas, y me revisaba de vez en cuando, para ver si tenía las pupilas lo bastante dilatadas. En algún momento me pareció oír la palabra atropina, y eso me sonó a mandrágora, brujas, gatos en callejones oscuros, a excitación y temblor. Estoy demasiado marcada por la experiencia holandesa, queridos. La sala de espera era sólo un poco más grande que el recibidor de mi piso y, oh, había tantos sonidos, que se me hacía imposible elegir uno y seguir su curso en la madeja del momento. El interfono sonando con más frecuencia de lo que parecía sugerir la hora de la tarde. Los pasos de la enfermera por el suelo de falso parqué. Un hilo musical intermitente, que sonaba sin convicción, y luego se desinflaba, como si avisara de que, coño, es viernes de Dolores, nueve de la noche, yo no digo ná, Doctor Bermúdez. Jose revolviéndose en su silla. Casi podía verle a través de los párpados, fijando en su mente la inenarrable decoración del lugar, donde todo huele a novela realista de posguerra, a carajillo de anís en el Madrid de los Austrias, a mollejas y a aborto clandestino. Las cortinas de raso pesado al fondo de un pasillo sin alma. Las molduras de escayola y las flores de tela. Y esos cuadros sacados del primer trimestre de cualquier clase de Pintura para jubiladas, encajados en sus marcos dorados, que queman las retinas, y te hacen sospechar la verdadera razón por la que la consulta de este oftalmólogo está repleta. Cerca de mí, Fulgencio, el hombre de los ojos secos, conversaba con una señora toda vestida de negro, venerable, que, antes de cerrar los ojos, me recordó mucho a la madre de Lorca. Él le decía que una de las cosas buenas de la edad es que te quedas sin lágrimas, pero ella desmintiendo su imagen de viuda antigua, no entraba al trapo. Prefería hablarle de niños y pedagogía, como si fuera una maestra amamantada por la Institución Libre de Enseñanza, mientras intentaba que su nietecita se le subiera al regazo. Su nietecita, a la que la enfermera acababa de pedir que abriera más los ojos, como si no se diera cuenta de que era china. Yo seguía con los ojos cerrados, prestando atención a esta pequeña burbuja de mundo, escuchando cómo la abuela me señalaba y le decía a la chinita que cerrara los ojos, como yo, y fuera igual de valiente.

Y eso me reconfortó. Con mis pupilas a medio dilatar, esperaba a que el colirio hiciera su efecto, para que el médico pudiera comprobar si el virus que me provocó la conjuntivitis me ha afectado también al fondo del ojo. Porque resulta que tengo la córnea cubierta de cicatrices y úlceras. Por eso llevaba una semana viendo borroso con el ojo izquierdo. Y resulta que es posible que la recuperación tarde años. Pero yo, con esa información ya en el bolsillo, esperaba, escuchaba, atendía, inexplicablemente libre de inquietud y autocompasión. Me ayudó el conejito dorado de chocolate.

Es que, después de la siesta, se hizo un poco difícil de respirar en casa, y me fui a dar un paseo al bosque de la Alhambra, para ver si la primavera había hecho ya todos sus deberes. Mientras subía por la cuesta interminable cuajada de cármenes, trataba de concentrarme en el dolor que me agarrotaba las espinillas, y que corría en paralelo a mi desaliento. Ya arriba, comencé a ver cosas extrañas: conejitos dorados encima de las fuentes y de la absurda estatua dedicada a Ángel Ganivet. La cesta de Caperucita Roja sobre un banco, y pequeños puñaditos de huevos de chocolate en los demás bancos del paseo. Era como cuando se sueña con dinero, y aparecen más y más monedas desperdigadas por doquier. Me pregunté si sería una especie de experimento sociológico, relacionado con la desconfianza y el deseo. Yo quería sentarme en uno de esos bancos, y meterme en la boca, uno a uno, los huevos de chocolate, pero seguí andando, elucubrando, subiendo cuestas y alejándome de mi propia curiosidad. Luego lo comprendí. No era más que un juego organizado por un grupo de padres de niños muy pequeños. Lo vi todo entre los árboles, a los polluelos con sus cestitas y su deslumbramiento, a los padres felices, y a una abuela sentada en un banco, que parecía mirarme espiar. Sentí que era a mí, y no a los niños, a quien dedicaba todas sus sonrisas. Yo me quedé muy quieta, como el corzo que una vez vi y me vio en medio del alcornocal, cuando trabajaba en Jimena. El dolor de espinillas y el desaliento habían pasado sin drama, como una melodía, aunque todavía los tenía presentes. Simplemente, me desvinculé de ellos. Dejé de imaginarme un tiempo en el que me separaba de Jose porque habíamos dejado de compartir proyectos e ilusiones. Él, pobrecito, se está viendo obligado a manejar mis obtusas ganas de hacer cosas con las piernas y los brazos. Yo quiero probar tantas cosas, y él está tan a gusto con sus libros y sus documentales. 

 

Mirando a los conejitos y a los niños, me acordé, no sé muy bien por qué, (quizás porque eran un trozo de presente puro) de mi Constitución particular, y del tipo de relaciones que quiero construir. Y volví a recordarme que no puedo imponer mi ilusión a nadie, ni puedo arrastrar a nadie al altar de la comunión. Que es estúpido sufrir por algo que todavía no ha pasado. Que los estados emocionales se suceden según su propio ritmo, crecen como una ola, y luego rompen y se deshacen. Que todos ellos son un flujo de palabras que la observación del presente consigue acallar.

Y colorín, colorado, esta es la historia de cómo las teorías se vuelven práctica, gracias al conejito de chocolate, y a que me han recetado lágrimas artificiales para todo un año.



2 comentarios:

  1. "....Algarrobo!!!..a los caballos!!...."01 abril, 2012 19:18

    Mi querida bloguera literata..tas un poquillo picajosa..y le sacas punta a tó ( eso es bueno)....hace ya muchos post que no comento tus relatos......espero te recuperes prontico de tu afección ocular...tienes que poner en tu oficina un humificador de aire..a ser posible que sea ionizador...la primera función seria estupenda para tus bonitos ojos...y con la segunda función,los iones negativos provocarían una sensación de bienestar y confort...miralotoenelgooglequeviene....jiji...
    .....lo propuse un dia medio en broma medio en serio en mi lugar de trabajo....no se cuando ni con quién....pero algún licenciao, de los muchos que hay, le llegaba la carcajada a la azotea del edifico..y pensé...macefarta un garrote güeno de almendro!!..es broma.
    .
    ...que quieres que te diga..me encuentro yo un conejo de chocolate en un banco..con el papel doraico...mirandome de perfil...que tentación!!!!!..uffff..me lo zampo alli mismo conmigo..jijij..anda que si tuviera droga...incumplo la normativa que decia mi abuela Anita."...si te dan..caramelos o chocolate a la puerta del colegio..no te los comas..que pueden tener droga deésa"....

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  2. Como dicen en mi familia "la vida es dura".
    No me odies demasiado,aun creyendome tu azote,sabes que me gustas.

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