martes, 13 de marzo de 2012

De qué hablo cuando hablo de andar (Murakami no se va a pasar por aquí)


Ayer, a estas horas, estaba por fin andando. A las tres, las tres y diez, las tres y media, las cuatro menos cuarto, subiendo cada vez más, siguiendo una vereda bien marcada por montones de piedras. Y, sin embargo, no parecía que ese camino que llevábamos se correspondiese con la ruta del libro que habíamos escogido. Al frente, los árboles se ahuecaban un poco, y eso nos hacía pensar que estábamos a punto de coronar la subida, y que allí, en lo alto, podríamos abarcar de una vez el panorama, comprobar si estábamos en el camino correcto, o nos habíamos perdido, y decidir si seguir adelante o darnos la vuelta. Pero seguíamos subiendo y subiendo, y no llegábamos al claro. Jose, que lleva semanas con un ataque sordo de lumbago, llevaba un ritmo lento lento de botánico. Yo no podía dejar de poner un paso tras otro paso largo. Estaba como en trance. Con el rabillo del ojo, veía a mi derecha otros claros menos engañosos y, a través de ellos, la selva, los alcornoques un poco presumidos, los quejigos todavía sin hojas, en silencio. 

Esto me deja muda
 

Sentido desde dentro, el bosque es una maraña que parlotea, murmulla, grita, una exuberancia de relaciones y diálogos. Visto desde fuera, es un misterio, y lo que uno desea, al contemplarlo, es hacerse con ese misterio. Así que seguí andando, andando, las cuatro, las cuatro y cuarto. Cada vez me importaba menos si íbamos por buen camino, o las horas que todavía nos quedaban para llegar adonde habíamos dejado el coche. Al rato ya no me importaba siquiera el misterio del bosque visto desde fuera, esa forma sinuosa como una melodía, que, por mucho que yo me empeñe, es intangible, y sólo tiene sentido precisamente así, desde fuera. Yo iba andando bajo árboles que eran concretos, y estaban vivos, y soportaban la vida de su alrededor, y a la vez miraba esa visión idílica que es el bosque en lejanía, y avanzaba, avanzaba, hasta alcanzar el lugar que hacía un rato había estado contemplando. Y entonces me di cuenta de que, aquí, seguía habiendo una realidad de árboles, hojas en descomposición, el ruido de pájaros que no se dejan ver, y el olor como a albaricoques secos, y, allí, por el rabillo del ojo, perduraba el misterio. Que yo, en realidad, en todo momento había estado donde quería.
Los árboles dejan ver el bosque


Cuando por fin Jose me convenció de que quizás era demasiado tarde para andar buscando un camino de vuelta distinto al que habíamos traído, yo me encontraba todavía llena de energía. No me lo podía creer. Apenas si me reconocía, tan ligera, sintiendo que, a cada paso cuesta arriba que daba, soltaba un poco más de carga. Tenía las rodillas elásticas, el culo recio, los muslos fuertes, y el corazón sólo un poco acelerado, lo justo para poder notar su pulso y darle las gracias. Era consciente de mi cuerpo, y mi cuerpo, como los quejigos, como los helechos encima de ellos, como los ojaranzos por debajo, funcionaba. Entonces me acordé de cómo era yo hace quince años. Tenía más culo todavía, tenía un par de tetas bárbaras, una melena de kilo y medio, y unas amígdalas cuyo tamaño horrorizó al mismo cirujano que me las extirpó. Todo lo que me gustaba hacer – leer, aburrirme –, lo hacía tumbada, y el hecho de correr en el instituto, o de asistir a las duras excursiones de Botánica, en la facultad, me decía bien a las claras que yo no era un ser físico.

Y era torpe. Siempre se me han caído las cosas de las manos con la frecuencia justa como para que, en mi familia, cada vez que alguien tira algo, otro alguien bromee e, invariablemente, diga “Silviaaaa”. Gentuza. Vais a ir al infierno por fomentar la aparición de traumas en mi espíritu igual de tierno que mis manos. Porque, sabedlo, ni yo misma me fío de ellas. Voy por el mundo con un exceso de cautela manual, tratando de escabullirme siempre de aquellas labores que requieren cierta destreza. Si me hubierais visto en el campo de voluntariado al que asistí hace unos diez años, precisamente en Los Alcornocales. Si me hubieran grabado mientras trataba de que mi piragua dejara de moverse en círculos, y conociera de una vez la línea recta, habría terminado saliendo en Vídeos de primera. Sigo siendo un poco torpe, la verdad, pero me he propuesto dejar de escabullirme. Es por eso por lo que, aunque haya gente a la que le resulte raro, últimamente tenga ocurrencias de darle a la tirolina, a la espeleología o al barranquismo. Quiero seguir sintiendo esta sensación gloriosa de ser un cuerpo ligero y eficaz.

Y bueno, allí, en el monte de mis amores, solté otro tipo de peso. Cuando salí del coche y me colgué la mochila, llevaba un revuelto de ideas conmigo, apretadas como un cogollo de lechuga. Iba pensando en lo que a una le pasa por la cabeza cuando las personas a las que quiere se muestran de repente serias. Iba pensando en el regomello. Seguía pensando en la cuestión de la escritura y el tiempo. Pero, conforme iba andando, mis pasos fueron ganando en elocuencia, y las ideas que llevaba conmigo se aflojaron. Fue como si las sudara. Quizá otro día recoja esa pequeña suciedad y os cuente lo que, hasta convertirme en animalillo, pensé sobre esas ideas. Además, ¡os debo la resolución del concurso de ideas!

1 comentario:

  1. Anónimo entre comillas14 marzo, 2012 21:57

    También es muy triste mostrarse de repente seria con las personas a las que una quiere.

    Anda que no es es gentuza tu familia, burlarse de ti de esa manera. Y crearte traumas; de verdad que son lo peor de lo peor...

    ¿Sabes que le decía esta mañana a mi compañera Antonia? Que ya estoy sintiendo "la llamada de la selva"; mi necesidad de perderme por los montes de mis -tus- amores empieza a ser imperiosa. Tu post me recuerda las razones.

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