domingo, 11 de marzo de 2012

Cuando yo era chica, y no había internet en el campo


Feliz como una perdiz, me hallo. Que digo yo que a quién se le ocurrió ese dicho, de fauna silvestre no sabía mucho, porque yo estoy harta de ver perdices por el monte, y no me parecen las criaturitas más radiantes del Arca de Noé, la verdad. Que se pasan toda la vida dando carreras estilo Benny Hill entre los matorrales, los machos sacando pechuga para que ningún chulito dentro de una jaula encandile a las chicas del harem con su canto. Las hembras despistando a la desesperada a enemigos de todo pelo – zorros, cazadores, forestales en todoterreno, gitanos de Pinos Puente, tan aficionados ellos a todo tipo de mercado negro - , para que la integridad de su guardería de pollitos no se vea alterada. Son pura ansiedad clínica, los animalitos.

Feliz como un delfín, pues (que enseñan mucho diente al sonreír, pero que son malos y manipuladores y rompen las vajillas con sus voces hiperagudas. Como la Pantoja). Porque es domingo en Estepona, y todavía me quedan dos días y medio de merecidísimo descanso. Hasta hace una hora me he estado meciendo en la hamaca colgante que mi tía Juani le trajo a mi madre de Guatemala. No la he descolgado todavía y, desde donde escribo, la hamaca me parece la sonrisa tremenda del gato de Chesire. En comparación ¿a qué recuerda una silla?
Al fondo el techo de uralita salvaje que me ha robado un cacho de mar
En efecto, un potro de tortura. Porque el cuerpo humano no fue concebido para que lo sentaran en sillas. Eso es algo que saben todos los niños. Hasta las Barbies lo saben. La rígida silla es hostil a las curvas de la espalda. La silla te hace casi suplicar que vengan a cortarte los brazos, porque, igual que cuando esperas en un paso de peatones, no sabes donde colocarlos. La silla, por mucho que disimule con asientos mullidos, termina provocando almorranas. La hamaca, en cambio, es verano, ociosidad. La hamaca te regala la ilusión de levitar. Es algo que te sostiene y no te hiere con su solidez, como el agua del mar. Y encima te permite colocar las piernas por encima de la altura del corazón, que es como recomiendan todos los médicos de cabecera que la gente duerma.

Yo, que amo a mi médico como a un padre fantasma, así es como he echado la siesta. Por quién sabe qué misterio de estos vientos tan suyos, hoy los coches rugen más de lo normal. Pero no importa. Los jérguenes, esos matorrales con espinas del demonio a los que, contigo en la distancia, se les termina cogiendo cariño, ya están en flor. El aire huele a miel. Me he pintado las uñas de manera aceptablemente limpia. Y los duendecillos me han traído internet hasta la casa de mi padre, que esta mañana era uno todavía era uno de los pocos reductos (humanos) que, al sur de Sierra Bermeja, quedaban del siglo XX.

Así que el hogar paterno es ahora un poco menos especial. Desde este sofá en el que ahora escribo se ve exactamente la misma vista que desde mi sofá de Granada, o desde un locutorio de Cornellá, o desde una plaza con suelo de tierra en Yemen. Nos hemos agregado, aquí, a la generalidad contemporánea. Tenemos el mundo otra vez al alcance de la yema de los dedos. Ya no tendré que escribir mis post a salto de mata, robándole tiempo a la siesta o la lectura, para no tener que bajar en plena noche hasta el centro comercial de la playa, a mendigar un poco de línea. Jose no volverá a mirarme con cara de fastidio, como cuando yo, con mi pinta infame de estar por casa, me metía el portátil debajo del brazo, lista para la aventura bloguera. No se levantará del sillón donde estaba leyendo, a cámara lenta, porque, aunque nunca se lo he pedido, se veía en la obligación de llevarme en coche hasta el lugar del delito, que sólo está a cinco minutos a pie de la casa. Y él, que es un amor y siempre está dispuesto a hacer de taxista si eso puede facilitarle la vida a la gente, no tendrá que ronchar entre dientes palabras de marido al borde de las bodas de plata, que a ver qué necesidad tenemos de ponernos en la carretera, a estas horas.

Yo no volveré a tragarme la respuesta de que, sí, esto es tan importante para mí, que no puedo esperar hasta mañana. Ya no se me quedará esa frase en la punta de la lengua, desnuda de argumentos. Ya no me morderé las uñas del alma mientras espero a que la conexión pirata se establezca. Ya no maldeciré a Steve Jobs y a Bill Gates, que se empeñaron en transformar el mundo, con lo que molaba el correo postal, al darme cuenta de que los domingos cierra el restaurante en el que me daba al abordaje. Las lunas del coche dejarán de empañarse con nuestro par de alientos. Ya no moveré el culo como una choni posesa como cuando, acabada la tarea, le cedía el ordenador a Jose para que él revisara los resultados del baloncesto, y salía a estirar las piernas. Ya no me esconderé en el coche como una rata, para no dañar con mi chándal las sensibles retinas de esa anónima jet set que siempre solicita la carta de aguas, allí, en los garitos de un lugar que quiere emular a la Ibiza que quiere emular a Bali. Allí, donde yo me sentía una Robin Hood de la blogosfera.

Ya no recordaremos el tiempo en que no teníamos internet en casa, igual que apenas si recordamos el frío que se pasaba al llamar a casa desde un cabina abierta al enero granadino. Hemos creado otra necesidad fatal más. Hemos borrado una época. Se acabó el romanticismo de cuando la comunicación era una cosa por lo que había que partirse un brazo. Lo dicho, feliz como una perdiz.

5 comentarios:

  1. Anónimo entre comillas11 marzo, 2012 23:27

    Me encanta cuando afilas el lápiz del humor... Me he reído con tu descripción de las perdices, los pobres delfines y las humildes sillas; yo soy casi incapaz de estar sentada en una sin poner una pierna debajo del culo (con perdón), excepto para comer, porque es una postura un poco difícil. Ah, y cuidaico con tachar a los gitanos de ná malo, que enseguida te sale un "antirracista" que sólo los ha visto en la tele y te pone de vuelta y media.
    Algunos de los mejores momentos de mi vida transcurren en verano, en la hamaca que vive en mi terraza, sin la más mínima ocupación y si es la hora, recordando un poema de P. Salinas que dice algo como "tenerte en alto, como tiene el árbol la luz última que le ha robado al sol", porque eso es lo que veo en la copa de los magníficos cipreses que me regala el jardín que "okupo" y no cuido.
    Hoy he aprendido cómo se llaman los jérguenes.
    Sigo sin entender que te pintes las uñas.
    Y por muchas vueltas que le des a la llegada de San Interné al "sitio de tu recreo", me juego el cuello a que estás feliz como una perdiz.

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  2. Más sobre sillas,no sé donde ví el otro día, unas,de anticuario,en las que las destinadas a los hombres no llevában reposabrazos,pero sí los tenian las de las mujeres,para que pudieran hacer "sus"trabajos manuales con comodidad.

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  3. Anónima preferida, pues claro que estoy feliz como una perdiz. Esa era la filosofía profundo del post. Por cierto, voy a tener que darte gusto y dejar de pintarme las uñas, porque son una ciencia oculta para mí. No hago más que estropicios.

    Lectoradicta, también había sillas para mujeres con un tremendo agujero en el asiento. Y no era para lo que tú y tus hermanos pensáis.

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  4. Hola! vuelvo a visitarte! Con el cambio de ordenador perdí tu enlace y algunos capítulos de la serie. Tengo trabajo atrasado.... voy leyendo.

    Kises

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  5. Cuquito, me alegro de encontrarte de nuevo. Aunque yo quiero verte en carne y barba! Un besito

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