domingo, 18 de marzo de 2012

Barbacoas


Pero qué poquita gracia hace cuando un domingo suena el teléfono en la oficina, a eso de la una de la tarde. Una lleva ya cinco horas luchando contra el ataque de la legaña recurrente, tratando de convencerse de que es ese mismo ser humano dotado de energía que no hace mucho fanfarroneó sobre la lucidez con que se despertaba. ¿Y qué armas ha usado en esa lucha? Café infame de máquina, paseos entre montañas de archivadores, y la confección de una lista mental que, bajo el título “Instrucciones para la risa”, puede que use para su post del día:
    • 1. Escuchar en la radio, antes de las siete de la mañana, la voz del difunto Valladares, que recitaba poco cuando decía que el cáncer es enemigo de la risa.
    • 2. Que tu medio cítrico ponga el despertador a esas horas tempestuosas, castigadas por la Iglesia católica, porque es un repelente, y un santurrón de la puntualidad, y porque considera una cuestión de honor estar en su puesto de trabajo a las ocho mondas y lirondas, aunque sea domingo, y sólo nosotros tengamos la llave que abre la Delegación, y no haya más testigos de su profesionalidad que Dios y yo, cuando lo cierto es que a los dos nos la sopla la puntualidad dominical. Que, durante el desayuno, te des cuenta de que en realidad el despertador ha sonado justo a la hora precisa para que el cítrico en cuestión pudiera ver por la tele la primera salida de la temporada de Formula 1. Que, por cierto, es algo que te da ganas de degollar.
    • 3. Que tu útero se esté licuando, y te dé por pensar que lo único que te frena para solicitar que te extirpen los ovarios es la probabilidad de que te crezca el bigote de Pancho Villa y de que tus huesos se conviertan en serrín. Que tu solidez física depende del hecho de que, desde el punto de vista animal, eres una máquina programada solamente para la reproducción.
    • 4. Que tu horario laboral comience justo cuando acaba el de los tres gorilas de la discoteca Mae West: tres autobuses de dos pisos ataviados con restos de vestuario de El Padrino, de tamaño tan, pero tan desmesurado, que sus cabezas rapadas al más puro estilo albanokosovar parecen jibarizadas. Imaginar que en el interior de esas tres moles asesinas hay un delicado ser que, tras llegar a casa, darle un beso a sus dos niños dormidos y beberse un litro de té blanco, se pone a podar bonsáis.

Entre el punto cinco y seis de esta ridícula lista, miro el reloj: cómo, las 12:53, pero si la mañana discurría como si las horas fueran de gelatina, y fíjate, ya está a punto de dar la Happy Hour. Porque, una vez superada la barrera psicológica de la una de la tarde, la jornada laboral cae en picado. Las células de la pituitaria se ponen frenéticas. El estómago empieza a perder la compostura. Entonces, cuando estoy salivando ya ante la imagen de mi propia felicidad mientras camino de regreso a casa, sobrándome medio uniforme y oliendo los olores de las terrazas, suena el teléfono. Maldición. Un domingo, a esa hora, nadie llama para preguntar por tus ovarios.

Efectivamente, mi jefe supremo no se interesa por nuestra salud. “Niños, que os subáis al Llano de la Perdiz, que está toa Graná haciendo barbacoas”. De repente ya no se me ocurren más instrucciones para la risa. Tendré que sacarme cualquier otra chorrada de la manga para elaborar mi post. Y se me ha puesto un acordeón en el entrecejo. Maldición, maldición. Qué poca consideración con la clase trabajadora. A la huelga del día 29 voy de cabeza. El Llano de la Perdiz. En domingo. Soleado. El área de campeo de los quinquis de media Andalucía oriental.

A la una y media estamos atrapados dentro del coche, a la altura del cementerio. Se ve que la continuación del macrobotellón del viernes es aquí, ahora. Una mujer pasea cansinamente por los patios con aspecto de urbanización coqueta del tanatorio. A veces es insultante la velocidad a la que el cerebro asocia. Funciona tan rápido que esa mujer no parece mi madre. Es mi madre paseándose sola, entre columnas de ladrillo y enredaderas, merodeando por las inmediaciones del crematorio, incapaz de concebir que se pueda comer mientras a la hermana de una la están quemando. Hoy el aire que rodea la chimenea está perfectamente limpio, y a mí me vuelve a parecer que la muerte es una especie de fraude. Me pasa mucho estos días: simplemente,no puedo creer que los días pasen para mí, y no más para ella, que fue testigo de mis primeros días. Será la primavera.

A las dos estamos dándole la comida a un puñado de pobre gente tranquila. Cuñados, vecinos, bolivianos que aprendieron a decir mamá en quechua, quinceañeros con pantalones caídos, todo el catálogo universal del chándal. A todos ellos les vamos pidiendo amablemente que se metan las barbacoas portátiles donde les quepa en el maletero del coche. El aire que rodea estos fuegos no es tan puro ni tan inocuo. El olor de la carne a medio asar me está levantando los más bajos instintos paleolíticos. Por favor, las dos de la tarde, la hora en la que los cristianos, en chándal o uniformados, comen. Las matriarcas miran las morcillas con su pena escondida detrás de grandes gafas de imitación. Después miran a sus bulliciosos retoños. A continuación a nosotros. Esta gente valdría para trabajar en una ONG. Un chaval nos intenta sobornar con panceta. Se ve que ha intuido una esquinita de debilidad en nuestras caras de perro hambriento. Si insiste mucho, caigo. A esta hora, cuando lo único que precisa un animal para estar contento es un trocito de carne, con esta gloria de sol, las normas de la Administración suenan a basura de chiste. “Hay que ver”, nos repiten, “si llevamos viniendo toda la vida con las barbacoas, hoy traemos a nuestros niños, y ayer nos traían nuestros padres”.

Y claro, a la misma velocidad lerda de antes, mi cerebro recuerda. No el Llano de la Perdiz, sino el Pinar del Rey, en San Roque. El único vídeo grabado de mi infancia tiene escenas de ese domingo. Eran otros tiempos. Las cámaras eran esas cosas exóticas que los más listos se traían de Canarias. Se nos ve a mi hermana y a mí jugando al elástico. A mi madre un poco seductora, con un hombro de su sudadera amarilla caído, un poco borracha de sol y de siesta. A mi padre sin barriga. Mi incontestable torpeza, mi pie inevitable metiéndose de lleno en el barro de un arroyo, a mi padre, de nuevo, regañándome (gentuza). Se ve a mi hermana comiéndose un plátano, con los ojos redondos y gigantes, como si estuviera a las puertas de Tombuctú. Arena por todos sitios. Y a mí, sentada en la arena y jugando con ella, replicándole toda chula a mi padre que la ropa sucia se lava. Se ve el sol arrancándole brillos a las patas metálicas de la mesa de playa.

Después de recordar todo eso, sólo pude desear que mi figura burocrática no apareciera en ningún otro vídeo dominguero. Que uno de esos niños retozones no recuerde la vez en que, hace veinte años, un par de tíos en uniforme impidió que su familia se terminara las chuletas.


4 comentarios:

  1. Ja,ja,ja"...un poco seductora".Desheredada!.

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  2. ¡Qué papelón! ¡Vaya jefe ruin! ¡Pobrinhos!

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  3. Anónimo entre comillas24 marzo, 2012 22:57

    Hablando de úteros licuándose, acabo de leer el último post de Marina, con una exteeensa explicación sobre métodos de contención de la sangría. ¡Menos mal que le echa su poquito de humor!

    Puede que sí sea la primavera y ese -vale, tópico y manido- renacer de lo que estaba dormido y que parecía muerto y no lo estaba. O por lo que ella disfrutaba plantándole cara al sol, algo que yo, aunque quiera no puedo hacer, porque siempre me gana...

    Quiero ver ese prehistórico vídeo, por favor.

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  4. Comillas, el vídeo de la Familia Telerín es de Oscar. Te lo busco por el mercado negro

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