sábado, 4 de febrero de 2012

Si me tocara el Euromillón


En Ikea, como comentaba un día en su blog Paco Principiante, uno contempla fascinado esos ejemplos de casas diminutas a las que no les falta de nada, y no puede dejar de preguntarse ¿en qué mundo viven estos suecos? ¿Es qué no saben lo que es la entropía? Ves el espectáculo de sillas y escobas que cuelgan de las paredes, y la cantidad de cajas dentro de cajas debajo del sofá colocado bajo una litera, y te imaginas lo que debe de ser una plaza de Estocolmo: atiborrada de bicicletas y sobrevolada por seres etéreos que siempre van por la calle con un gran vaso de té blanco ecológico. Ellas con gruesas bufandas y camisetas de algodón con mangas a la sisa, esa combinación que tanto le cuadra a las diosas vikingas, dulces, susurrantes, un poco misteriosas como el sol de medianoche, pero, a la vez, lo bastante recias como para hacerte un armario a partir de tres tablones, amasar diez hogazas de pan de centeno, llevar un par de angelitos rubios en cada brazo y darle un repaso al kamasutra cada día. Ellos lo mismo te preparan una ensalada de brotes tiernos de la tundra y reno marinado, que te diseñan vajillas y estampados de cortinas. Seguro que sueñan con ser mezquinos y malos, y por eso la mitad de ellos dedica las muchísimas horas de ocio que les conceden sus gratificantes y creativos trabajos a la escritura de novelas policíacas. Pero no pueden, son seres perfectos, no conocen el rencor ni el remordimiento. En sus casas llenas de chispa siempre reina un equilibrio ideal entre intimidad y alegría comunitaria No saben que la vida hogareña es una lucha sin cuartel contra las pelusas de colores y el caos de los armarios. Sus muebles no acumulan polvo. Las paredes nunca se rayan, aunque en ellas cuelguen hasta a sus suegros, que han venido a pasar el fin de semana en la ciudad (de dimensiones humanas), desde su cabaña en el bosque de Jovenströmens. Y, cada vez que vuelven del trabajo, se encuentran con que los duendecillos de esos mismos bosques apretados de abetos han recogido para ellos el sofá cama y la mesa y las sillas plegables, han colocado la montaña de cojines, y han vaciado todos y cada uno de los siete contenedores de reciclaje que se esconden en el hueco que queda entre la ducha y la lavadora.

Todo eso me sugiere Ikea. Eso, y un poquito de rabia. Porque yo, aunque ordenada, nunca seré sueca. No soy tan ocurrente como para solucionar mis graves problemas domésticos, resumidos en la eterna cantinela de ¡¡No-ten-go-si-tio!! ¡La tele de mi vecina no me deja dormir! ¡El invierno de Granada es demasiado duro como para tener tiestos de hierbas aromáticas en el balcón! ¡Mi contrato de alquiler me impide tirar todos los muebles de rubia- madera- barnizada- con- saña que ahogan mi limitado espacio! ¡El armario que, después de muchos sudores y mediciones con la famosa cinta métrica de papel, había elegido para guardar los uniformes no me cabe en el coche!

Así que ayer me pasé todo el trayecto entre el Ikea de Málaga y Estepona compensando mi ataquillo de rabia con una buena dosis de imaginación improductiva, que vale pa tó, como la Nivea. ¿Cómo sería la casa de mis sueños?

Pues estaría en el campo, como ésta de mi padre, pero mucho más aislada de autovías y centros comerciales para pensionistas de visa oro. Con el monte lo suficientemente cerca como para que llegaran sus olores y el retumbar de los truenos en las tormentas y los alaridos de los ciervos durante la berrea. Soy así de fantástica. El mar allí al fondo, pero tampoco lejos, para que al asomarme a la ventana, recién levantada, pudiera saber por su aspecto el humor que iba a tener ese día.

Toda la casa sería blanca. No sé por fuera, pero por dentro seguro. Blanca y pulida, novicia. Una casa camaleón que se pusiera azul con la primera luz de la mañana, dorada al acercarse el mediodía, cegadora durante la siesta, un poco verde a la hora de la merienda, cuando sobre ella fuera cayendo la sombra del árbol grande (un quejigo, un algarrobo, un acebuche) que habría a su vera, rosa en el crepúsculo. Las puertas serían también blancas, y la de la entrada tendría en su cima un vitral de colores, cuyo reflejo reptaría por el suelo del recibidor. Sí, recibidor, aunque suene arcaico. Y sí, por supuesto, suelos de baldosa hidráulica, traída de Tarifa o de Estremoz. Me chiflan las maderas pintadas de color turquesa, así que mi casa tendría los ojos azules.

A lo mejor un suelo de éstos te trae toda la luz de la blanca Estremoz.


La cocina tendría uno o dos paneles de azulejos portugueses, y un aparador con todo tipo de enseres culinarios y vajillas de varios modelos, y una mesa gigantesca para jugar con el rodillo. Mientras le diera vueltas al sofrito en finas cazuelas francesas, podría ver mi huerto, no muy organizado, es cierto (las matas de tomates, berenjenas y calabazas terminarían por perder la compostura y echar sus tallos por tierra, con una promiscuidad harapienta), pero sí bien surtido de hierbas, flores comestibles y gallinas. En el salón, en cambio, habría grandes ventanales que darían salida al prado medio cubierto por la carpa de aquel gran árbol, de donde colgarían farolillos marroquíes y chinos. Hamacas tapizadas con lonas de colores, una modelo amazónico y dos modelo diván de psicólogo, para poder leer o tomar el sol como un rajá, y una butaca de mimbre, no tan florida como la de Emmanuelle, para lecturas de posición vertical. Vuelvo a entrar al salón, refugio invernal y altar de las siestas, donde reinaría un sofá, mmm, de color ceniza o arena, sabiamente superpoblado de cojines, y la chimenea, que terminaría sabiendo encender con mis propias manos, y que nunca, pero nunca, echaría el humo afuera. También un par de sillones subidos de tono (¿fucsia, mostaza?) A la altura de la mirada, contemplaría el monte en esa ventana, el prado por la puerta, y un poco más allá la piscina con aspecto de alberca, y, no sé dónde, pero habría muchas buganvillas. Y cuadros en las paredes: blancos y negros satinados, fotos de mis viajes y mis tonterías, un par de brochazos en dorado y turquesa, un grabado en colores de la Lisboa previa al terremoto, una pintura china de flores y pájaros sobre seda. Pero sin abigarramientos: no quiero una caseta de feria, ni el apartamento de Sara Montiel.

De libros no hablo, porque la mayoría estarían en el estudio-biblioteca, que quedaría en la planta de arriba, para que, cuando escribiera, pudiera ver un panorama amplio al levantar la vista de la pantalla del ordenador, como una ballena que respira. Habría otro buen sillón de lectura, con reposapiés y una acogedora lámpara a su lado. Y algún que otro fetiche literario: una acuarela que representase mi ciudad invisible favorita, de entre las de Italo Calvino. Aquella edición de La Odisea para niños de la desaparecida biblioteca de Málaga. La reproducción de un cuadro de Hopper. Una composición de frases preferidas, directamente escritas sobre una de las paredes de la habitación.

Bien, entremos en intimidades. Subamos al dormitorio. Que tendría dos alturas, porque la cama XXL estaría colocada sobre un altillo, cerca de las vigas de madera, también blancas. Abajo me quedaría un espacio exagerado para colocar el vestidor de las estrellas. Que digo yo que si tengo una casa semejante, igual podría tener dos docenas de pares de zapatos. A no ser que me decidiera a usar mi casa como una herramienta para lograr la vida simple y austera a la que aspiro. Una vida de libros, amigos, aire libre, huerto y alimentos poco procesados. Sobre el cuarto de baño no tengo las ideas muy claras. Yo no me baño nunca, pero ¿cómo renunciar a una suntuosa bañera con patas? No lo sé. Me conformo con que no faltara la luz, jarros con flores y toallas esponjosas. Y con que tuviera dos espejos y dos lavabos, que luego pasa lo que pasa.

¿Y fuera? Qué felicidad, si además de huerto, prado con árbol señorial y alberca, hubiera dos o tres terrazas pobladas de naranjos, un par de almendros, olivos muy viejos, girasoles, palmeras, un emparrado y muchos melocotoneros. Nadie me va a cobrar una tasa por soñar todo esto (Aunque ya veremos, después de las elecciones andaluzas...)

5 comentarios:

  1. ¡Qué bonito es pensar en la casa ideal de uno! Me encanta tu casa y me invitaría constantemente a ella.

    Yo siempre le digo a Jose que quiero un "cortijo de cristal" y él me mira con cara de no entender semejante engendro. Y yo en realidad lo que quiero decir es que desearía una casa en el campo con "estufa quente", porque en invierno hecho mucho de menos el sol dentro de la casa, al resguardo de este viento atlántico, que se carga muchos días y que si no fuera por él... esto sería el paraíso. Estoy pensando en pedir a la comunidad que me deje poner arriba del edificio de enfrente un espejo que proyecte el sol directo a mi rinconcito, como hiceron en el pueblo italiano ese en que la montaña tapaba el sol en invierno. Eso si que sería Ikea en esencia.

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  2. "hechar" de menos, ay que choni me ha quedao.

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  3. Desde esta silla blanca plegable del IKEA, tecleo este comentario para decirte que me gusta haber sido la introducción de esta entrada.
    Y cómo no, mi casa ideal (después de ganar el euromillón) estaría en algún pueblo pequeño de pescadores, que aun vivan del mar, y a la que aun no ha llegado el turismo. O en un pueblo de la sierra gadinata (Benaocaz o Villaluenga).
    Y en cuanto a su interior, solo una regla: lo más minimalista posible. Con la excepción de los libros y libros y libros que llenarán las librerías.
    Un abrazo.

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  4. Yo tambien quiero una así.Cuando la consigas necesitarás una empleada de hogar,pues recuerda que estoy buscando trabajo.

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  5. Autoayudado, eres fino con avaricia. ¿Cortijo de cristal? Me parto. Suena a la editorial que vamos a terminar montando. Y por cierto, te podías os podíais hacer invitar con más frecuencia, aunque sea a esta humildísima morada.

    Eh, Paco Principiante, que vamos a ser vecinos!! Yo también me pediría Villaluenga del Rosario. Ese queso payoyo...

    Lectoraadicta, tu tendrías tu habitación reservada sin necesidad de limpiar las demás

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