jueves, 16 de febrero de 2012

Ridículo


Pocas cosas debe haber más paralizantes que el sentido del ridículo (verdad de Perogrullo número 1). Por miedo a ser ridículo, uno se vuelve ridículo (verdad de Perogrullo nº 2). Porque, si da la casualidad de que uno nació física o socialmente torpe y, por miedo al ridículo, deja de moverse, al final las manos y las emociones se le agarrotan. Eso es obvio. Y, sin embargo, me cuesta dar una definición aguda del sentido del ridículo. No sé en qué consiste exactamente ese miedo al juicio de los otros. Si a lo que se tiene miedo es a las burlas de la gente, o a que los demás desmientan, con una ceja levantada, la imagen de hidalguía que has fabricado de ti mismo. Si es un miedo a no parecer serio, o sólido, o digno de respeto. No sé lo qué es, pero sé reconocerlo.

Una persona puede sentirse ridícula a casi todas las edades, y supongo que cuando se siente así por primera vez, entonces puede considerarse socialmente integrada. Por ejemplo,una niña puede dejar de ser, de repente, una criaturita de la naturaleza, de esta manera: está jugando en la casa de su mejor amiga a señoras mayores, colocándose encima los collares y los vestidos de la madre de la otra y, en los pies, un par de zapatos de tacón que a sus ojos parecen el colmo de la elegancia adulta. La verdad es que se da un aire a cuando E.T. Se vestía de mujer. La niña se apoya en la barandilla del balcón, como si fuera la de un trasatlántico, y el capitán estuviera a punto de invitarla a un cocktail y a gominolas. Entonces es cuando ve salir de un coche a los padres de la amiga, cargados de bolsas del supermercado. Rápido, rápido, le grita a la otra, que ya vienen, ¡corre! Sale del balcón, sujetándose el bajo del vestido de flores, con los collares dando latigazos. Atraviesa la salita, pierde un zapato enorme, se agacha para recogerlo, gritando todavía ¡que vienen, que vienen! Cuando se endereza, se da cuenta de que está bajo la sombra tamaño armario ropero del padre de su amiga, que la mira de arriba abajo y le espeta un helado y casi sobrenatural “quién viene”.

No hay escapatoria: el sentido del ridículo se ha activado. Si es algo que estaba latente en su configuración psicológica (a lo mejor porque lo había visto en su propia casa), o que ha descubierto por iniciativa propia, tampoco lo sé. No está bien echarle la culpa de todo a los padres. Aunque sí me parece que el sentido del ridículo se da con más frecuencia en aquellas personas que se han criado con una moral de vecindario cerrado. Hijos de pueblo, o su segunda generación.

Sin embargo, los adolescentes son sus víctimas favoritas. No tienen cuento las maneras en las que pueden llegar a sentirse ridículos. Muchas, muchas veces sucede en la escuela. Muchas a la hora de la gimnasia. Porque el adolescente puede tener una coordinación psicomotriz poco lograda y, sin embargo, le obligan a enfrentarse en igualdad de condiciones al resto de sus compañeros. Hay algo insuperable: los deportes de equipo. Cuando se forman los dos grupos, nuestro adolescente es de los últimos en ser escogido, junto al cegato, al afeminado y al gordo sin resuello. El voleibol, sobre todo, es un drama. Todos los alumnos tienen que hacer, desde la esquina del campo de juego, tres saques. Nuestro adolescente alza la pelota, él la ve perfectamente, pero la visión es invertida de alguna manera siniestra en su cerebro, de forma que, donde su muñeca golpea, la pelota no ha estado ni estará nunca. El resto de compañeros espera con las manos en las caderas a que agote sus tres intentos. No se mofan abiertamente, sólo ponen los ojos en blanco, o aprovechan para estirarse los calcetines, o miran la hora. Cuando por fin termina la clase, el adolescente camina encogido del patio al aula. Una profesora con pinta de catequista se le pone a su altura y le dice, vocalizando tanto que parece que la pintura naranja de sus labios va a resquebrajarse por todas partes, recuerda a los griegos, hijo, mens sana in corpore sano. El adolescente le coge odio a los griegos y a los pintalabios chillones.

Por no hablar de sus momentos de ocio. De la aprensión a la hora de entrar en la discoteca, donde se hace una composición instantánea del lugar, en busca de las esquinas más seguras. Ahora nuestro amigo es una chica, y le tiene alergia a los zapatos altos. Sus amigas le tiran del brazo, intentando rescatarla del rincón donde se ha quedado parada. Suena la misma música que a veces baila como una loca en la soledad acogedora de su cuarto, y que ahora le parece infame. No, no va a bailar, si acaso un pequeño vaivén de caderas, pero sin moverse en toda lo noche de la misma baldosa. Luego están los tíos. Se le acercan, le dicen las frases que, a estas alturas todavía bajas de su vida, ya se sabe de memoria, y se ve incapaz de responder con una frase igual de manida. Así que se queda callada, hasta que consigue que el tío en cuestión se esfume. Así es como sus amigas terminan conociendo a amiguetes y hasta novios. Ella se ve para siempre sola. Imagina, en pleno ataque de autocompasión, cómo se van a ir resecando todas las bonitas palabras de amor y reconocimiento que tenía previstas. O imagina encuentros rutilantes, en los que los diálogos siempre encajan. En su cerebro escucha voces que le dicen guapa. Imagina, imagina. Y cuanto más imagina, más ridícula se siente.

Pero los adultos no se escapan. Yo sé de mujeres que le han escondido el culo a sus maridos durante al menos la mitad de su matrimonio, por miedo a que ellos notaran su celulitis o sus manchas. Sé de alumnos de universidad que prefieren suspender una asignatura antes que tener que exponer un trabajo delante de sus compañeros, y que éstos se den cuenta de que le sudan los sobacos. O de novatos que han cometido un error lógico en su primer día de trabajo, y que han vivido atenazados por ese error durante el resto de su vida laboral. Sé de tímidos que no pueden dejar de hablar y revolotear cuando se encuentran con un viejo amigo, y que sienten cómo el cielo se les cae encima si el amigo, desde su seguridad olímpica, les pide calma. Sé de los que nunca dicen te quiero por miedo a quedarse sin respuesta.

(¿Y que hay de mí? Yo le estoy perdiendo el respeto al sentido del ridículo. Y por eso tengo un blog)

6 comentarios:

  1. Cómo lo has conseguido?Lo de perder el miedo al ridículo digo.Necesito unas cuantas clases intensivas y sobre todo particulares.

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  2. El sentido del ridículo, al final ¿no tendrá que ver con que nos creemos demasiado importantes, únicos? A lo mejor si pensáramos que cualquier estupidez, metedura de pata, etc. que se nos pueda ocurrir se le ha ocurrido y puesto en práctica -en público, por supuesto- a montones de ridículos antes, nos debería empezar a dar igual.
    Cuando esperaba turno con mis compañeros para entrar al exámen oral de inglés, me daba ánimos e intentaba contagiárselo a los más temblorosos asegurando que no habría fallo o tontería o invento que el profesor no hubiera oído antes, o incluso cometido él cuando estuvo en nuestro lugar. A mí me funcionaba...
    Lectoraadicta, guapa, de clases particulares nada, se trata de lo contrario, de que te subas en lo arto de un tablao flamenco y te arranques a cantar, por ejemplo, aunque tengas que darte valor con tres o cuatro vinillos dulces.

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  3. Lectoraadicta, no digo que haya acabado del todo con él, pero estoy en ello.

    Anónima (ejem). Es justamente eso, creernos que los demás están dispuestos agastar toda la energía mental que en realidad pensamos que merecemos. Nadie nos escucha tanto como para darle tantas vueltas en la cabeza como nosotros se las damos. Nadie nos mira tanto como nos miramos nosotros. Nadie tiene tanta memoria de lo que hacemos bien o mal. Así que, ¡qué muera el regomello!

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  4. Anónimo entre comillas17 febrero, 2012 23:28

    Mú grasiosa tú con las víctimas del regomello. Ah, no pretendía esconderme, es que no sé dónde dejé las comillas.
    Y ah, bis, que se me olvidó, tu salto sin red, espectacular. Claro que poco miedo al ridículo se debe tener si uno sabe que no necesita para nada la red, porque sabe volar.

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  5. Hola a mi sentirme ridiculo me pasa con determinada ropa o corte de pelo, pero con el habla o exponer algo frente a mis compañeros no, ya que en la universidad me examine la teoria dando varias clases en publico, en una de ellas me paso que salia de trabajar de la metalurgica, un compañero me presto el traje que recien acababa de usar, me cambie en el servicio de la facultad con tal mala suerte que me olvide de lavarme la cara y las manos, imaginate lo que parecia, pero aprobe. El tema es que mis compañeros se reian cuando entre a la clase, de inmediato puse orden y respeto, el error que cometi fue preguntar por que se reian, uno dijo: es que te pareces a rambo, al menos te hubieses lavado la cara.

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  6. Soy Yo, ¿pero qué cortes de pelo no te habrás hecho para que te haya marcado más que hablar las risas de tu público?

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