domingo, 12 de febrero de 2012

La chispa


Uno de los rasgos que prefiero de mi carácter es mi buen despertar. Recién levantada, con la cabeza llena de remolinos y las dioptrías desbocadas, soy un ser idílico. Un osito amoroso. No le regateo cinco minutos más al despertador. No gruño, no refunfuño, no arrastro las zapatillas. No lleno la cafetera como si alguien se hubiera cargado a mi madre. No odio al mundo. Me miro en el espejo del cuarto de baño, y me saludo con un “anda, hola, tú”, y luego llevo a cabo todo el protocolo de la higiene como si acabara de pillarle el truco al funcionamiento de las manos. “¿De verdad hice esto mismo, ayer?”, me pregunto. Es un verdadero comienzo, mi despertar. Esta mañana, con la tostada en la mano, y todavía más feliz por el mero hecho de haberle sido infiel al té verde sin azúcar (ese brebaje), me maravillaba de la manera en la que todo parece recomponerse durante el sueño. Los músculos, los engranajes del ánimo. Tan sigilosamente y sin instrucciones de la razón o la voluntad. ¿Qué demonios pasa durante esas seis, siete horas? Te acuestas con plomo en cada una de tus células, y la vitalidad de una lagartija siberiana, y te levantas restaurada.

Ayer, la verdad, no tuve una de mis tardes deslumbrantes. Me había descubierto sabañones en dos dedos de una mano, y eso, que no me pasaba desde el primer invierno que sufrí en Granada, un par de meses después del traslado desde Jimena, desató toda mi (domesticada) capacidad para la autocompasión. Me senté delante del ordenador con idea de escribir. Hice unos contorsionismos en la silla giratoria (un día quizás me quede sin dientes incisivos). Me levanté, me volví a sentar, di un par de paseos por internet. Me levanté, me puse en cuclillas. Otro paseo por internet, otro paseo por la oficina (ya había terminado mi trabajo, compañeros). Paseos de turista americano. Mi atención apenas si rozaba la superficie de las cosas. La exuberancia salvaje de estímulos que desborda internet me tenía a punto de la epilepsia. Fui por quinta vez al servicio, y me volvió a dar un leve escalofrío, porque, aunque no lo mencioné en aquel post sobre los domingos, la Delegación recuerda un poco, los fines de semana, al hotel de “El resplandor”.

Y, sentada en el gélido váter, donde tantas ideas geniales parece que se han concebido, pensé que era absurdo escribir sin ganas. Por mucho que pontifique la metaliteratura. Absurdo como comer sin hambre o acostarse con alguien por obligación. De golpe, se me olvidaron todos los preceptos de la moral del trabajo. Tienes que hacer un poco todos los días. Poner de tu parte. Llamar a la motivación. Obedecer a tu compromiso. Trabajar, trabajar, trabajar, aunque estés vacío, agotado. Tienes. Simplemente, me revolví contra ese “tienes”. Silvia, me dije, se trata de escribir, no ser de ser escritora. Ese amor a las palabras está ahí, dentro de ti, intacto, aunque hoy quizás lo veas en un segundo plano. No lo fuerces, déjale un poco de espacio. Mejor el silencio a la falta de alegría. Vale, no es una idea particularmente genial, pero me sirvió como un delgado cortafuegos frente a la desazón.

Llegué a casa con los hombros y el cuello paralizados, de puro frío. Hice una ensalada, porque a los duendecillos del bosque se les olvidó dejarme preparado un tazón de sopa de cebolla bien humeante, y me metí las perneras del pijama dentro de los calcetines. La autocompasión daba sus últimos coletazos, y se cebaba en mi glamour natural. Después de la cena. me abandoné innoblemente a los placeres narcóticos de la televisión. Vi un programa de Callejeros en Japón, y me morí de ganas de cantar en un karaoke y de comerme una tonelada de sushi, a pesar de que, según lo que vengo leyendo, también el arroz blanco es veneno para el cuerpo humano. Me fui a la cama subida sobre los pies de Jose, que es algo que me hace reír con histeria, igual que los bebés endemoniados del Youtube. Y me dormí como una bendita, sin dar vueltas, con las palabras posadas en el fondo de la consciencia, tan plácidas. Porque cuando escribo de noche, las palabras se quedan flotando en superficie, como una marea de algas, y no hay manera, no, de nadar libre de ellas, de dormir de verdad.

Cuando esta mañana sonó el despertador, todo estaba en su sitio. Había cargado las pilas de la concentración. Antes de salir al campo, dejamos pasar una hora en la oficina, hasta que la temperatura dio un salto vertiginoso en el termómetro, desde los grados negativos a los positivos. A estas alturas de febrero, ves cinco grados en el cuadro de mandos del coche, y te crees en Punta Cana. Y, vaya, merodeé de nuevo por unos cuantos blogs, y esta vez sí, esta vez me di un atracón de belleza y de creatividad, y casi me dieron ganas de inventarme un dios al que poder dar las gracias por mantenerme así de despierta. Y, oh, casualidad, en la contraportada del Ideal que el bedel del edificio siempre deja los domingos, como cortesía de la casa, a disposición de los pringados de turno, aparecía una entrevista con un tal Jean Michel Cohen, nutricionista. Apunté una frase que me gustó: “la vida es un equilibrio de placeres”. Supe de inmediato que jamás seré capaz de someterme a una dieta, por muchas bondades dermatológicas que me ofrezca, porque carezco de la vocación de asceta. Soy débil a la hora de elegir entre placer y disciplina. No quiero renunciar a los espaguetis con mozarella. No quiero escribir sin alegría. No soy una exaltada.

Después nos internamos en la Alpujarra, y volví a enamorarme de la carretera. Iba tan atenta, recogiendo cada almendro en flor, las coronas de flores artificiales en varias curvas, los esqueletos de casas de labor. Y, luego, fue un gozo ser testigo de cómo se accionaba la espoleta de la pasión en una persona que habitualmente gusta de comportarse como un mueble (uno de esos castellanos, pesados, casi negros, que no paran de crujir y rezongar). Andábamos entre las cenizas de un incendio reciente, y mi compañero se disponía a investigar sus causas. Las demás tareas de nuestro trabajo se la pelan, y él se vanagloria de ello, pero ésta... Qué despliegue, de pronto, de energía, cuántas ideas vi casi florecer en su frente, y cómo pareció llenarle el hecho de tenerme a mí a su lado para poder comunicarlas. Amé ese vigor tan nuevo, esa chispa, y reconocí en ella a la que a mí me hace abrirle de par en par los ojos y el corazón al mundo, la que me mantiene sentada frente al ordenador.

No quiero hacer nada sin esa chispa.

11 comentarios:

  1. Anónimo entre comillas12 febrero, 2012 23:22

    Me maravilla esta capacidad que tenemos los seres humanos de hacer de las mañanas algo parecido al comienzo de una vida, cada día, y ser conscientes de ello. Bueno, quizás no le pase a todo el mundo, pero yo sí pienso mucho en ello. En algunas épocas difíciles, en las que llegar a la noche pesaba toneladas y creía que no podía con el esfuerzo, despertaba sintiendo que tenía todas las fuerzas intactas. Todavía no sé muy bien a quién dar las gracias por ello.

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  2. Amenamenamenamen.

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  3. Me temo que yo hago muchas cosas sin esa chispa y pienso mucho en ello. Tienes suerte de levantarte siempre así, yo ahora me levanto a las 5:30 y es casi imposible. Ya te contaré. Un beso.

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  4. ¡¡¡¿¿¿05:30????!!! ¿Dónde te habrán mandado ahora esos seres sin entrañas de Educación, mi querido autoayudado?

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  5. Los seres humanos no sé, querida anónima entrecomillada, pero sin esa capacidad de regenerarnos durante la noche yo no sería ni siquiera un ser. Menos mal que no consulto con la almohada. Mejor hacerlo con el primer café de la mañana. Yo también pienso mucho en ello. Y ay!, cuando esa chispa desaparece...

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  6. Aquí una de mis chispas, pa quien la quiera disfrutar: http://www.youtube.com/watch?v=2rZ3jwTPeAc

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  7. Anónimo, a tus pies. Voy a mandarte a mis sicarios para que te obliguen a pinchar chispas una vez a la semana, por lo menos. ¿Cuándo prefieres, los miércoles, los lunes, para empezar la semana con garbo? Tú decides

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  8. Espero que sean sinceros tus halagos, amiga de nombre impronunciable, porque estoy creyéndome que te gustan mis links. Por cierto, sé publicar mis tonterías, pero no ponerme un nombre. No encuentro la opción. ¿Me ayudas por favor?.

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  9. Pues claro que son sinceros, querido Anónimo. Mira, ponerte un nombre es todavía más fácil que el corta y pega mediante el cual nos deleitas con alegres o melancólicas tonadillas: justo debajo de la cajita donde escribes los comentarios, hay una barra que pone "Comentar como". Dale a la flechita que abre un menú desplegable, y de la lista elige "OpenID". Te saldrá otra barrita en la que podrás escribir el nombre, a tu amor.

    Por cierto, ¿me explicas lo del nombre impronunciable? Aunque, bien pensado, mi padre no me ha llamado S-i-l-v-i-a ni siquiera el día de mi bautizo. Para él soy y seré siempre Zirbia.

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  10. Lo intenté, juro que lo intenté, pero mi cacharro me dice que "no se han podido comprobar tus credenciales de OpenID"... lo del nombre impronunciable?... mmm... ¿para cuando un post sobre el desamor? http://www.youtube.com/watch?v=WaF8bAnp5cA

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  11. Mmmmm, Anónimo, queridito, puedes llamarme, entonces, como te plazca. Es post que propones...está ahí, en mente, apuntado. Hay de lo que hablar.

    Y respecto a cuestiones técnicas, mí saber menos que un caracol. Cosa muy rara. ¿Será cosa del servidor que utilizas? ¿Internet explorer, Mozilla? Prueba el otro.

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