miércoles, 25 de enero de 2012

La Pérfida Secta


Mamá, me han dado algo malo. Porque hoy he estado en la peluquería, y mis nervios siguen por la senda de la templanza. No he maldecido a la Pérfida Secta ni una sola vez. Eso es raro, muy raro. Por eso te digo que me han drogado. Y lo que es peor, me han reventado el post que iba escribiendo en mi cabeza, cuando todavía la tenía peluda. Un post de rencor que llevo incubando desde hace quince años.

La historia de mi pelo está tan cargada de tensión, que casi parece una historia romántica. Eso se nota cuando la cabeza se me llena de una cantidad intolerable de rizos, y casi paso de perfil frente al espejo para no tener que ver a mi propio reflejo con los brazos en jarras, diciéndome “Silvia, hija, a ver si te pelas”. O cuando busco por las calles de Granada, como si estuviera un poco salida, una peluquería a la que no le haya echado todavía la cruz. A veces, vuelvo al lugar donde me dejaron mona la última vez, con la esperanza de que esta vez sí, por fin he encontrado al peluquero de mi vida, ese que siempre va a saber encontrar, por debajo de la espesura, la mejor versión de mi cabeza, ese con el que no voy a tener que regatear nunca acerca de la longitud de mi pelo. Pero la peluquería debe de ser un arte aleatorio, de lo más abstracto, porque una misma cabeza puesta a disposición de unas mismas manos, en idénticas condiciones técnicas, nunca da como resultado dos cortes idénticos. Cuando pasa eso, qué ganas de comer chocolate, qué nuevo desengaño, qué pena de mi pelo, que se me va a quedar para siempre soltero.

Los raros lectores que no me conocen desde chica han de saber que yo no siempre tuve el aspecto que se intuye en la foto de mi perfil. Hubo un tiempo en el que yo era esa niña o esa adolescente que quedaba detrás de un monstruoso telón de pelo. Tenía unos rizos del tamaño de maromas y una cantidad, bueno, una cantidad que no se medía por centímetros sino por arrobas. Parecía que tenía una capa de tuno por melena. Y lo peor es que era imposible de domesticar. Los caracoles recién lavados se convertían rápidamente en greñas. Las trenzas me quedaban como las que le hacen en la cola a los caballos de la Feria de Abril. Me hacía una coleta, y era como si una ardilla se me hubiera agarrado del cuello. Con mis moños se podía jugar al balonmano. Repito, una brutalidad de pelo.

Hasta que un día acabé con esa criatura salvaje. Fue en el segundo año de carrera. Estaba tan perdida en todos los aspectos, tan abatida, que, de acuerdo con el tópico, me fui a la peluquería. Y entonces fue cuando me encontré con Alfonso. Mi primer peluquero. Mi gurú. Mi Pigmalión. Esas cosas nunca se olvidan. Él estudió, mano en barbilla, toda mi exuberancia capilar y dictó sentencia: todo o nada. O te lo corto todo o se queda como está. Picasso no lo hubiera expresado con más vehemencia. Yo, que estaba al borde del desquicio, le imploré “todo, todo”. Y así fue como el suelo se fue cubriendo de rizos negros. Podría haberlo vendido, como la Jo de Mujercitas, y me hubiera sacado una paga. Mi madre, que venía conmigo, no podía reprimir los grititos. El resto de clientas miraban horrorizadas. Alfonso movía las tijeras como si fuera Miguel Ángel, igual de intenso. De repente se paró. La obra estaba acabada: ahí estaba mi precioso cráneo, y la inédita curva de mi cuello, y oh, mis pequeñas orejas. Desnudas y libres. Era como si mis mejillas, mi mandíbula, toda mi cara hubiera dado un paso al frente. Como si hubiera estado llevando un burka toda mi vida. En el camino de vuelta a casa, no podía dejar de mirarme de refilón en los escaparates, sin reconocerme del todo en esa cabeza tan prometedora. Y mi único momento de gloria en la facultad fue el día en que aparecí sin mi melena.

Lo que empezó como un enamoramiento fulminante se fue convirtiendo en una larga historia de tedio y decepciones. Como lo digo. El arte de Alfonso no duró más de tres visitas y, tras la novedad, mi estilazo Halle Berry se fue desdibujando. Ya nadie se admiraba de lo bien que le cuadraba el pelo corto a mis facciones, y yo me fui resignando a que el único comentario positivo que suscitaba mi peinado fuera un indulgente “pero qué cómodo”. Aún me faltaba empezar a trabajar. Con hombres. Con muchos hombres muy, muy rancios. Cuántas veces no me habrán preguntado que cuándo me lo iba a dejar largo. Cuántas me quedan todavía por escucharlo. Como si el pelo corto fuera una anomalía. Y de poco sirve que yo diga que así es como mejor estoy. Ni me planteo ir soltando por ahí aquello de que a los antiguos egipcios les ponían cantidad las cabezas calvas. No, yo en el tema pelo ya no meto baza. Me censuro. No se me ocurre sugerir siquiera que el pelo puede que no sea más que eso, pelo, y que si hubiera algún champú que lo limpiara de mitos y tabúes yo lo compraría a garrafas de diez litros.

Y luego están ellos. La Pérfida Secta. Los malentendidos capilares con el vulgo no dejan de tener unas formas amables, hasta paternalistas. Pero los que se entablan en las peluquerías, ah, eso sí que es hostilidad. Para empezar, el ambiente está estudiado para humillar: los lavaderos de cabezas. Yo siempre me siento un poquito como Maria Antonieta en la guillotina. Esa capa que te amarran bien apretada al cuello, y que es maldad absoluta. Los escaparates XXL, para que ni un peatón se pierda el espectáculo indigno que ofreces con el pelo mojado y el disfraz de Halloween. El olor a matadero. Los papelitos de aluminio, a los que, gracias al cielo, todavía no me he sometido. Y, por fin, el peluquero. Sea de la categoría que sea, a un peluquero no se le puede llevar la contraria. No le digas que lo quieres así o asá de largo. No se te ocurra manifestar que te lo refanfinfla si lo que le pides no está de moda. Eso es algo que no se le dice a un Guardián de la Moral Capilar. Ellos dictan lo que es estético o no, y tú te callas. Punto. Que para algo tienes esa pinta de recién degollado. Yo ya he aprendido esa lección. Llamadme fatalista. Pero, recordad, son quince años, quince, en las trincheras del pelo. Ya me he cansado de que hasta los expertos de la tijera se escandalicen cuando les solicito que me la metan un poquito más, la tijera (chascarrillo no apto para madres remilgadas que en los comentarios se quejan cuando las llaman remilgadas).

Y mira que he probado todas las opciones del espectro peluqueril. Hubo una época en la que mantuve un breve idilio mercantil con un peluquero al que llamaba Il Divo. Era tan moderno, tan fashion, que, pensé, no podía tener un concepto de la feminidad muy estrecho. El problema es que no tenía más concepto que él mismo, y por eso se pasaba toda la (corta) sesión poniendo posturitas tipo Dalí. Cortaba un mechón de medio milímetro. Sacaba su morrito siliconado. Se volvía a mirar en el espejo. Que yo no soy celosa, pero, tío, a ver si en una de esas me cortas una oreja. Una vez se puso la manita en la frente, y con cara de por qué-mi-pequinés-hace-caca-dura, le mandó a un esbirro que continuara la faena. Y luego me cobró un suplemento por pelarme Él. Basado en hechos reales. Rompimos relaciones para siempre.

Lo he intentado con las peluquerías obviamente femeninas, donde detrás de una puerta siempre están depilando bigotes. Donde la jefa siempre tenía un coqueto peladito de flequillo al bies y el tinte rubísimo. Donde los Hola estaban moderadamente camuflados. Yo entraba y me decía “esta es mi chica”. Refrescante y sin alardes, comprensiva. Pues no. La rubita terminaba haciendo gala de una tolerancia estética digna de un talibán. Y, lo confieso, me he puesto en manos de peluqueras, cómo decirlo, de barrio. Laca como para arrasar la capa de ozono. Rulos. El Pronto. Abuelas con las que ponerte a cascar de Paquirrín, del Rajoy ese, de lo mala que está la vida y de si sus hijos se las llevan a Almuñécar en agosto . Por poco salgo de allí con el pelo cardado y blanco-violeta.

¿Y esta tarde? Entré en una peluquería tolerablemente moderna, de esas que parecen hechas para Djs-privados-por-el-funky, chicos Converse, locos del vinilo y demás nostálgicos de Naranjito. No había ni un ejemplar de semejante fauna. Lástima. Para lavarme la cabeza me tumbaron en un sillón vibratorio que le regaló a mi body gozos casi indecentes. La peluquera era dócil, risueña y no intentaba darme conversación. Un tío que debía de ser su novio entró con un bebé, y después de darle paseos de eaeaea por todo el salón, se sentó en el potro de tortura que quedaba a mi lado y se puso a darle un potito. Resumiendo, que la atmósfera era distendida, que me dejaron el pelo igual de poco corto que siempre, que me cobraron dieciséis euros más que la última vez que me pelé, y que yo salí sin blasfemar. Lo dicho, mamá, que me han drogado. Los métodos de la Pérfida Secta son cada vez más sutiles.


4 comentarios:

  1. No he parado de reir. Me he encantado. Un beso.

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  2. Dice el dicho"mal de muchos consuelo de todos",ya sé, el dicho dice...de tontos",pero a mí me gusta mas así.A lo que voy,que tus problemas con el grémio de los peluqueros es universal,conque a apuntarnos todos al CCC y aprender peluquería por correspondencia.

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  3. Anónimo entre comillas26 enero, 2012 22:59

    Bueno, con el párrafo recordando como era tu pelo antes de...mis carcajadas, la Alhambra, etc., que me repito mucho, vaya.
    Ay, los peluqueros, nuestro odioso endiosado; ¿sabes que a mí me cobró Él -a precio de Él- por arreglarme un desaguisado que una de sus lacayas me hizo? Una vez le dije que era el peluquero más parecido a Eduardo Manostijeras que había conocido -es verdad- y ni un mal gesto, no fuera la silicona a descolocarse...
    La cruz de ser mujer-con-pelo-muy-corto, la llevaremos como podamos; tendría que haber ido contando las veces que me han preguntado "¿y por qué no te dejas una melenilla?" porque no me sale del...
    A tó esto, iba a pedirte que me dijeras dónde está esa pelu nueva tan agradable, pero haciendo cuentas, ayer cuando nos vimos se supone que estabás recién "rapá"...pues se ve que te hizo el caso que cuando el otro día le dije a la mía, córtame más, o sea, ninguno. ¡peluqueros!

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  4. CON LO BIEN QUE ESTARIAIS LA TIA Y LA SOBRINA CON UNA MELENILLA
    ES BROMA,ESTAIS GUAPAS DE CUALQUIER MANERA.

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