jueves, 26 de enero de 2012

Arriba


Estás ahí arriba y, como cantaba Quique González, todo lo demás no importa. No te has dado cuenta de cómo tus manos, agarradas a los prismáticos, han ido perdiendo una temperatura que, ya abajo, apenas si era humana. No importa. Los ojos empiezan a escocerte por el esfuerzo de mirar, mirar y mirar, y porque, joder, te has levantado a las cinco y media de la madrugada, pero no importa. Ni importa la dudosa razón laboral que te te tiene aquí apostada, desde hace un par de horas, a cerca de dos mil metros de altura.

Te hubiese gustado subirlos andando, desde el río hasta aquí mismo, porque una vista como esta se merece un esfuerzo mayor del que has hecho, llegar todavía más ahogada, más pequeña y, entonces, tras el último escollo de piedra viva, beberte de golpe toda esa cantidad inmensa de aire. Bueno, has llegado en coche, y aún así te has enfrentado a una mínima prueba, a la veta de miedo a derrapar en cualquier curva helada que, a pesar de los inviernos transcurridos en Granada, sigue incrustada en tu mente. Luego has andado entre pinos, cuyo olor siempre te lleva a un puerto sin nombre de tu infancia, diez minutos solamente, y al alcanzar la cumbre, te has preguntado cuál de las cinco capas de ropa que llevas puestas sobraba.

No le has dedicado mucho atención a tu triste sofoco. Sólo querías mirar y mirar. Sólo te querías a ti mirando de esa manera intacta, como de recién nacido. Rápidamente has dominado la tentación de ponerte a tejer, alrededor del paisaje, una malla de reminiscencias y símbolos. La montaña es una montaña, llena de masas incomprensibles y de agujas de piedra y de voladizos asesinos. No es un altar, no es una iglesia. Y esa acumulación insólita de, abracadabra, patas de cabra, no es la muerte, o una especie turbadora de sueño, sino un comedero que le han montado a los quebrantahuesos. Ya no recuerdas que a ti, salvajemente enamorada de los bosques y de las formas redondeadas y asumibles del paisaje gaditano, esta enormidad vertical de la piedra te desalienta. Vas haciendo las paces con lo inorgánico. Dejas de comparar. Como si no tuvieras gustos ni historia. Como si te hubieran traído hasta aquí en helicóptero, desde otras cumbres de tu vida. Estás. La barriga calentita, las manos heladas bajo los guantes polares, la mirada limpia.

Un par de cabañas de pastores se columpian entre taludes que asustan y que, si se ponen, matan. Desde aquí no ves el carril o la vereda que lleve hasta ellas. Y, sin embargo, no tienen aspecto de estar abandonadas. Es entonces cuando comprendes. Esos mismos pastores pueden ser los bandidos que tanto aprecio le tienen a sembrar de veneno estas sierras. Y, a tu pesar, comprendes. La gente que todavía vive aquí lleva grabada, en cada capa de su mente, la lucha por la supervivencia. Estos fríos. Estos barrancos monstruosos. Este ir y venir en busca de pastos, como uno más del rebaño. Toda la vieja herencia de cuentos de lumbre y leyendas negras, buitres con chotos todavía vivos entre las garras, el recuerdo del lobo.

Y tu compañero, como si hubieras pronunciado alguna palabra, se pone a contar historias sobre esta gente. Habla de los nueve hermanos, a cual más asilvestrado y malo, que, antes de ir a parar a la cárcel, se pasaban el año metidos en ese río cuyas aguas bajan gélidas hasta en verano, pescando truchas con las manos. Cómo no, habla de furtivos. Y, entre risas, te chiva que, allí abajo, en el pueblo, la gente parece tener unas costumbres matrimoniales un tanto licenciosas: que no se discrimina demasiado en materia de orificios corporales, y que si un marido no cumple, pues su mujer tiene un hijo con otro y allí no pasa nada. Es el agua, dice, que tiene mucha cal, y altera las sinapsis neuronales. A pesar de tu momento de comprensión pastoril, tú no eres una romántica de la vida rústica, pero esa viñeta de aldea gala te hace un montón de gracia.

Él sigue hablando, tú sigues mirando, en una especie de estado de gracia de la atención. Los buitres buscan un trocito de sol, y los envidias. Te gusta la manera en la que se dejan caer en el carrusel lento de las corrientes del aire. Aparte de la voz de tus compañeros, sólo se escucha el runrún de una cascada que hace el río. Parece increíble que haya un mundo debajo, y que tú tengas que escribir todo esto al final del día para mantenerlo vivo. Ahora mismo estás ahí arriba, y punto. Todo lo demás no importa.


               (El vídeo es lamentable, pero la canción me calienta el corazoncito)

2 comentarios:

  1. He sentido el olor a pino, el frío, la altura, el aliento contenido y una sensación en el pecho.

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  2. Anónimo entre comillas27 enero, 2012 23:08

    Cierto que el vídeo es lamentable, y cierto que la canción calienta un poco el corazoncito, un poco extraño en esta tarde de perros (la secre de una prote ¿debería trabajar más?).
    Gracias, Silvia, porque has hecho posible que desde aquí, un sofá cálido y seguro, haya podido hacer lo que más me gusta, mirar "de esa manera intacta" y "en esa especie de estado de gracia de la atención" cómo vuelan los buitres en ese cielo transparente de las alturas...

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