domingo, 29 de enero de 2012

Escadinhas


Me sorprendo recordando aquello, y entonces el interruptor de la respuesta automática salta solo: de eso hace ya varios años, me digo, ¿no es morboso aferrarse de esa manera a un recuerdo? Pero me rebelo tranquilamente. No, yo no me aferro. Eso suena a salvavidas y a voluntad. En este caso, no soy yo la que agarra el recuerdo en un puño, como si fuera arena (que lo es), y pudiera escaparse. Es él el que viene y va, de manera un poco aleatoria, y sin mucho empeño, la verdad. Llega de puntillas, como en medio de una siesta, y mis emociones apenas se alteran. Yo reviso mi recuerdo de una pasada, porque sé que no tardará en marcharse, y descubro que con los años se ha vuelto neutro. No duele, no confunde, no irrita. Hasta me cuesta llamarlo mío. Es como si fuera un fotograma de Lost in translation.

Pero qué poco recuerdo. Él y yo estamos sentados en una de las tantísimas escaleras de la ciudad. Faltarán un par de horas para que amanezca el día en el que he previsto continuar mi viaje, pero nosotros seguimos hablando. Quiero decir, practicando el arduo acto social de la charla entre dos recién conocidos que todavía no se atreven a besarse. Él se maneja aceptablemente en mi idioma. Yo hago lo que puedo con mi timidez. Qué poco estudiada es nuestra tarjeta de presentación, en noches de verano como ésta. Si en ese momento supiéramos lo que vendrá después, no hablaríamos tan distraídos. Querríamos esforzarnos para que esa imagen que damos al otro se parezca mínimamente a lo que creemos que somos. Porque los dos vamos a quedarnos prendados de esta noche, y los dos vamos a equivocarnos.

Pero aún no tenemos historia, y ahí es donde reside la belleza de este recuerdo pequeño. Lo que hayamos podido decir hasta el momento no importa. Ahora nos estamos mirando con más lentitud de la recomendable. Nos quedamos callados. Y, sin embargo, no es el beso lo que realmente cuenta. Claro que está ahí, tic tac, tic tac, colgando sobre nuestras cabezas, pero la escena, sin ser la más original del mundo, no se ha rodado sólo para que eso suceda. Él extiende sus piernas de jirafa a lo largo de un millón de escalones. Lleva una camisa de un inenarrable estilo hawaiano que a duras penas compensa el aire un poco trágico que tienen los hombres muy flacos. No recuerdo ni uno solo de sus gestos, así que supongo que no hay verdadera curiosidad en la lentitud con que lo miro, sino hechizo. Puede que haga un gesto introspectivo, algo así como acariciarse la mosca de debajo del labio, cada vez que me aclara que hace poco que ha dejado su trabajo de profesor universitario. O que se pase una mano por el flequillo como si fuera Beethoven. Todo eso le cuadra. Tiene un aire de caballerosidad un tanto anticuada, y eso no me lo invento porque sea lisboeta, sino porque, justo antes de que por fin nos besemos, dirá “¿puedo pedirte un abrazo?”. 

 

La ciudad se curva como una montaña rusa a nuestros pies, como si ni siquiera la noche pudiera aplanarla. Miro los arbolitos que hay en el eje de la cuesta, las antenas, y una buhardilla diminuta en la que es tan, tan fácil imaginar el sol cayendo encima de unas sábanas revueltas, y dos que comen galletas en la cama estrecha, y una maceta con un girasol. Estoy en una ciudad arrebatadora con un hombre que se mimetiza con ella. Y no me parece raro. Para ello tendría que acordarme de quién se supone que soy y de la vida que se supone que llevo. Porque eso es lo que está pasando, esa es la emoción que recorre esta escena sin guión: los dos estamos en suspenso, en ninguna parte más que aquí, sin más asideros que yo para él, él para mí. Y no nos conocemos, no vamos a darnos seguridad ni confianza, sino una posibilidad de calor. Como si el avión en el que viajas estuviera cayendo en picado hacia el Atlántico, y tú le dieras la mano al desconocido de la butaca de al lado.

(Después de ese raro momento de conexión, una se inventa mil razones para justificarlo. Se dice a sí misma: es dulce, tiene historia, un acento precioso, y una reserva que dan ganas de arrancarle la ropa. Y a la mañana siguiente, cuando va de copiloto por la autopista que deja la ciudad, se da cuenta de que, maldición, se ha enamorado)

De nuestra conversación sólo recuerdo que, en algún momento, a los dos se nos vino a la cabeza la película Lost in translation. Él me sonrió con complicidad, como diciendo “estamos los dos en el ajo, eh”. En la peli, como en mi fotograma particular, eran dos desconocidos que creaban un vínculo improbable y sin expectativas, frente a un mundo que costaba sentir como propio. Por desgracia, mi película no acabó ahí, y al final fuimos nosotros los que no nos supimos traducir.


3 comentarios:

  1. Anónimo entre comillas29 enero, 2012 23:13

    Creo que me hubiera gustado más ver esa peli que cuentas de lo que me gustó Lost in translation. Es curioso, pero creo que es la única película que me hizo sentir algo parecido a una leve irritación. ¿Sería porque, como los protagonistas, no pude sentir aquel mundo como propio, o porque sí consiguieron transmitirme el desasosiego de su vínculo improbable? No sé.

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  2. lectoraaddicta30 enero, 2012 11:50

    Puro cine en blanco y negro,como la foto que acompaña al post.

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  3. Yo quiero verla otra vez, Anonimillas. Si le quieres dar otra oportunidad...

    Lectoraadicta, lo que yo haría con una cámara buena.

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