martes, 17 de enero de 2012

De 06:30 a 18:30


De repente ya son las seis y media de la tarde. La alarma está a punto de saltar, pero llego a tiempo para desconectarla. Respiro un poco. Las seis y media, bueno, y qué. No estoy dispuesta a que el asunto de la hora me vuelva a poner nerviosa. Aunque la tentación es fuerte. Son muchos años en los que mi mente (y seguro que también la tuya) lleva saltando en la misma pista rayada: mira qué hora, qué día, en qué mes estamos ya, y no me he dado ni cuenta. Pues hay que tirar ese disco. Es otro de los asuntos que me traigo entre manos, desde que terminó la tregua de las vacaciones: estoy tratando de darme perfecta cuenta de lo que pasa mientras que el reloj anda.

A las seis y media de la mañana sonó el despertador, mientras yo soñaba que amasaba pan en una cocina desde la que se veía mucha hierba.

A las ocho el café del desayuno estaba en pleno centrifugado dentro de mi estómago.

A las ocho y cuarto había un cielo color Bombay Sapphire que contrataba de maravilla con las nubes un poco sucias.

A las nueve y media el aire de Granada era un espectáculo. La nieve, ¡qué estropajo! Los contornos de las cosas se veían inusualmente agudos y, en la Vega, los espacios vacíos en los que sobrevive la tierra resaltaban por encima de los polígonos industriales. La ciudad se veía exquisita, sin ese velo un poco beige que la atmósfera pesada le suele poner en la cabeza. 
 
A las diez, había que restregarse los ojos para creer en la realidad de esa Sierra (inconcebiblemente) Nevada. A las diez y cuarto salí del coche sin abrigo, y todas las células de mi cuerpo se asustaron. A las diez y media, un albañil se perdía su hora del bocadillo para enseñarnos el azor que acababa de sacar, con una ternura irresistible, de la jaula que le había construido en el jardín de su chalet.

A las once estábamos ya camino de la costa. La nieve dio paso, oh poesía barata pero innegable, a los primeros almendros florecidos. 
 
A las doce, el fulgor de las hojas de los aguacates, y la fotogenia de Salobreña y, ¿te lo puedes creer? el mar sonriente. A las doce y media estaba apoyada en el coche, con los ojos cerrados, tratando de adivinar qué estaba más caliente, si mi espalda envuelta en la camiseta interior que me regaló mi madre para que no pasara frío en Granada, o las mejillas soleadas. Y a la vez me imaginaba que el chaval al que le acabábamos de inspeccionar otro pájaro me estaba espiando tras la cortina de su casa. Porque era demasiado sociable como para no estar sonado, porque nos preguntó, con toda la inocencia del mundo, si de verdad no queríamos unas galletas, y porque, a su edad, que tenía que ser inferior a la mía, ya se presentaba como militar jubilado. 
 
A la una, el primer madrugón del año se cernía sobre mi cabeza con una chanchan chanchan chanchan de película de terror. A las dos, cuando regresamos a la Delegación, yo ya no tenía ojos para nieve ni contornos. Bastante tenía con ir recogiéndomelos del suelo.

A las dos y media, la tetilla de la barra que acabas de comprar sabe a caviar.

A las tres menos cuarto, mientras entraba en mi edificio, reparé en la certeza de que, en algún punto por determinar del futuro, ya no seguiré viviendo en esta casa. Quizás, si por entonces vuelvo a merodear por la que ya no será mi esquina, me asalte otra vez la vieja, la familiar extrañeza, y me fije en los barrotes del portal como nunca lo he hecho, hasta ahora.

A las tres me maravillaba de que una cebolla, un trocito de jengibre, un puñado de orejones y una bandeja de muslo de pavo, todos juntitos dentro de una cacerola, den para mojar la mitad de esa barra. Confieso que practiqué uno de mis vicios favoritos: chupar el plato.

A las cuatro, qué gustito, el reparto doméstico de tareas, qué invento, el sofá, qué bondad hincha mi corazón, cuando me acurruco en una manta, sin que una montaña de platos sucios se interponga entre postre y siesta.

A las cuatro y media, los impepinables leones del Serengeti aprovecharon que me había quedado dormida antes de apagar la tele, para colarse en mi salón. A las cinco menos siete, imité a los leones, y bostecé, bostecé, bostecé.

A las cinco ya estaba picando un ejemplar de esa gran tara del Universo, la cebolla. Cociendo pescado y gambas. Batiendo, rehogando, salpimentando. A las cinco y mucho sufrí un penoso momento de azoro, pues tuve que elegir entre recoger las inmundas cáscaras de gambas y huevos que se me habían amontonado en el fregadero, o dejar que la susodicha cebolla hija de Satán adquiriera un bonito bronceado del Senegal. Elegí cáscaras, porque soy una talibana del orden en la cocina. Y en esas me acordé de mi bonito sueño interrumpido por el despertador, y de que para mi desarrollo personal sería muy conveniente que empezara a echar cupones del Euromillón. A las cinco y muchísimo se me ocurrió que estas horas que paso cocinando, yendo de casa al trabajo, trabajando incluso, todo el tiempo que le dedico a las tareas menudas, son como la harina de mi vida: horas a priori insípidas, sin las cuales la maqueta de mi vida se derrumbaría. Y me acordé de los molinos en ruinas que tanto me gustan, y en lo bueno que sería llegar a dominar, con humildad y precisión, el arte de moler una buena harina.

A las seis ya había sobre la encimera una olla llena de sopa de tomate humeante y un par de minicocottes (dios, cómo me gusta esa palabra, me pone a bailar charleston) de pudin de merluza. 
 
A las seis y cuarto, me estaba saltando el más duro de los des-propósitos del año, a saber, el abandono del vicio infame de la galletita o el bizcocho de la merienda. Perturbado por la torta de manteca que acababa de endilgarle a sus arterias, Jose tuvo la gracia de pinchar en el ordenador esa musiquilla de nombre Café del Mar, mientras mirábamos como la Sierra iba pasando del blanco al amarillo al naranja al rosa al violeta al azul. 
 
A las seis y media llevaba doce horas de auténtica vigilia, descontando la de la siesta, y me sentí lo bastante orgullosa de mí misma como para contarlo. 

 (Aunque luego el post resultante pueda parecer uno de esos que se escriben cuando se han acabado las ideas. Que creo que no)

3 comentarios:

  1. "...Algarrobo!!!..a los caballos!!..."18 enero, 2012 00:29

    ...te faltan cosas ehh!!...a saber......entre las 1 y las dos..recibiste una llamada telefonica que te daba el feliz año nuevo y un par de besos telefonicos....y a las dos...tuviste dos convocatorias de reunión...una de trabajo y otra por determinar que vas a tener de placer.....no se crean ustedes..que controlo la vida de la bloguera literata...solo que de vez en cuando la veo....

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  2. Anónimo entre comillas19 enero, 2012 23:57

    Con los días que anduve echándote de menos y ahora que has vuelto casi no me da tiempo a seguirte. Lo hago a duras penas, con menos tiempo libre, así que te libraré un poquito de mis -extremadamente largos- comentarios. Sí, ya sé que dices que te gustan los muy largos (absténganse de chistes hacer fáciles), pero no deja de darme cosilla cuando suelto una parrafada...
    Bueno, pues envidio tu trabajo. Cuéntame todos los defectos que quieras de él, pero contemplar en una misma mañana nieves y espumas marinas, reconóceme que no es lo mismo que ver las mismas ocho o nueve caras desde hace ocho o nueve años, eso sí, dando gracias porque de vez en cuando entre un rayito de sol en forma de mirada nueva o de sonrisa inesperada.
    Sí es la misma hora, exacta casi, esa en la que yo me como la tetilla de la barra de pan que acabo de comprar, al coger la primera calle por la que abandono Plaza Nueva y ya entro en mi barrio y respiro un aire distinto (muchos días, por la calle ¡del Aire!)y también poco después el mismo milagro de transformar tres o cuatro productos cogidos a veces al azar en algo que tantas veces me sorprende; es ahí donde mi ánimo empieza a ama(n)sarse.

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  3. Yo a la Costa Tropical siempre llego a las 11, impepinablemente.... y la semana pasada me comí allí unos salmonetes fritos que me subieron al cielo directamente....

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