martes, 20 de diciembre de 2011

A veces, un fantasma


Últimamente me pasa. Voy por la calle a la manera de siempre, distraída con nada o concentrada en la manera de caminar de alguien, con una atención un poco psicópata. Durmiendo despierta o rastreando argumentos en la manera como se saluda la gente. Voy así y, de repente, me confundo y la veo. Nuestras miradas nunca se cruzan, pero es ella, yo la veo, estos ojos, que hasta hace un momento trataban de leer un sentido en el guirigay de la ciudad, la están viendo. Casi estoy a punto de llamarla. Siempre me quedo a las puertas del casi. Porque se trata, por mucho empeño que me ponga en olvidarlo, de una ilusión efímera. Estoy demasiado entrenada en la disciplina de la razón. Claro, era sólo una cuestión de perspectivas. Ahora, a esta altura, ya no se parecen tanto. La figura que me había engañado vuelve a recuperar su anonimato. La pobre, ignorante de las repercusiones que la forma de su cabeza, o su manera de andar con los hombros un poco encorvados, o su olor, han suscitado en una desconocida, sigue su historia particular y su camino. No, no era ella. Porque ella, mi tía, siempre está muerta.

Por ejemplo, hace un par de semanas, creo. El sol de las 09:40 me daba en la cara. Tenía derecho, pues, a confundirme. Y ella también puso de su parte. Caminaba delante de mí, y tenía su mismo corte de pelo, moldeado por la almohada de un par de noches, el tinte rojizo, abrasado en las puntas hacia el naranja, que supo de días, hasta de meses mejores. Una trenka fina, con capucha, otra vez roja, yo diría que la misma que espera en mi armario a que la próxima mañana de excursión amanezca llorona. Sí, es verdad de la mano llevaba una correa atada al cuello de un perro demasiado inglés, demasiado elegante. Y quién esperaría eso de ella.

Quizás alguien que no la conociera desde hace mucho tiempo, que no fuera de la familia, alguien que hubiera visto por compromiso una de las fotos de uno de los chuchos que en los últimos tiempos capturó con su móvil. Porque el caso es que a ella, de siempre, los animales, ni fu ni fa. Hasta que se encontró con aquellos perritos en Jimera, adonde tantas veces se refugió cuando la carga de desaliento se volvía intolerable. Jimera de Líbar, nombre de fábula. Allí consiguió disfrutar, al menos al principio, un poco de calma. Alguna vez se me ha pasado tímidamente por la cabeza la idea de coger el tren que llega hasta Algeciras, el maravilloso tren que salta entre sierras y corretea, sin mucha prisa, gracias a dios, en paralelo al río Guadiaro, el tren que para en Jimera. He pensado que podría bajarme en la estación diminuta, admirar su porche con el friso azul y las macetas, que tanto me recuerda a un relato ambientado en algún pueblo miserable de Oklahoma, o a un patio de Córdoba. Podría calcular si la distancia que separa la estación del pueblo es asequible para mis piernas. Podría dejar la mochila en el único hostal, quizás en la misma habitación en la que ella se alojó la primera vez que puso los pies en el lugar y, antes de tomarme un café frente al fuego de la chimenea, bajar de nuevo hasta el río, y seguir una de las sendas que puede que a ella le dieran sosiego. Podría escuchar el viento azotando las castañuelas de los álamos, y decirme, un poco borracha ya de tanto verde y tanto rocío, que, vaya, si su voz no hubiera sido tan ronca, si no hubiera tenido un tono tan bajo, quizás hubiera podido dejarme llevar por la ilusión de que ese rumor vegetal que estaba escuchando llevaba todavía prendido entre sus notas un poco de su voz, que ella, de alguna manera, me estaba hablando y, esta vez sí, yo le prestaba una profunda atención. Fantasías memas y paganas que tiene una, de vez en cuando.

La foto me la han prestado aquí 


Y ayer, en la biblioteca. Yo estaba merodeando por la sección de literatura anglosajona, muy modosita, con el abrigo de una tonelada revéntandome el brazo. (Los recortes se habrán cebado con la partida para novedades, pero han pasado olímpicamente por alto la del gasoil para calefacción). Miraba los lomos de los libros por pura adicción, porque me había propuesto no sacarme esta vez ninguno, que ya bastantes tengo empezados encima de la mesa de casa. Entonces la olí. Era esa mezcla indeleble de pelo no demasiado aseado, Ducados y desodorante Dove. No puede ser. Fíjate en los libros, Silvia. John Banville, Saul Bellow John Berger. No mires al bulto de tu izquierda. No puede ser.

(La última vez que estuve en la casa del pueblo olfateé el sillón azul donde ella siempre se repantigaba, con los párpados bajos y fruncidos, y una jaqueca acechante por si acaso tocaba preparar la cena. Pero su olor ya no estaba. Las cosas son infieles por naturaleza. Su olor ya sólo se conserva en un puñado de memorias. Eso creía, hasta ahora)

Está ahí, cada vez más cerca. El olor que impregnaba inevitablemente su casa, sus ropas y sus sábanas. Yo me he deslizado hacia la F. Su olor se detiene frente a la esquina de la A. También a ella le gustaban especialmente esos libros que el bulto puede que esté sacando de la estantería. Auster. Amis. Había olvidado que una vez saqué un libro, no sé, quizás era de Julian Barnes, y cuando pasé rápidamente sus páginas, para ver si tenía dentro alguna anotación, o el recibo del lector anterior, que es una cosa que me hace una ilusión tontísima, me encontré con uno que llevaba su nombre. Anda, pero qué casualidad, si nunca me ha dicho que le gustara este colega. Le hizo la misma gracia que a mí, cuando se lo conté. Ahora me pregunto si quedará algún otro libro de esta biblioteca que conserve todavía un rastro suyo. Me pregunto cuántos de estos libros tendrán en sus lomos las huellas de gente muerta. Faulkner, Fitzgerald. El bulto se acerca lo suficiente como colarse, sin que yo pueda impedirlo, en mi visión lateral. Lleva una falda plisada de estampado escocés y unas botas de tacón que no hacen juego con el olor de mi tía. Ahora sí, la miro sin reparos, la nariz chata, la pinta de haber comprado todo lo que lleva puesto, y todo lo que posiblemente llene su casa, en las tiendas de los chinos, un coletero fucsia que le queda grande a su coleta anémica, el aire me parece que desvalido. Me dan ganas de pedirle explicaciones: “Oye, perdona, no hay dos personas que huelan igual. ¿De dónde has sacado tú el tuyo, eh?”

La última vez que estuve en la casa del pueblo, hace un año, muchas de sus cosas seguían dentro de los fardos que preparamos con grandes bolsas de basura, al desmantelar su piso de Granada. Quiero creer que, si queda alguno de ellos, y si lo abro, su olor volverá, intacto, a identificarse con el que guardo en la memoria. Quiero tener al menos esta seguridad: que voy a encontrar una huella genuinamente suya, y no una azarosa copia.

4 comentarios:

  1. " Algarrobo!!..a los caballos!! "21 diciembre, 2011 21:32

    Lo que yo no me hubiera imaginado..que en Guadix tuvo que ser,..en la muy noble y leal ciudad de Guadix,me enteré que una muchacha muy simpática tenía un blog...no sabía yo, ni por asomo, que escribieras tan bien....que no te falte nunca la inspiración,y por tanto..,tu tremenda imaginación

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  2. Anónimo entre comillas22 diciembre, 2011 23:45

    Salgo de la consulta de la doctora León, un poco atrasada, poniéndome al día, porque ha habido alguno en que no he pasado por aquí y de repente, este post...podría decir tanto, tanto. Ahora mismo no.

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  3. ¿Porq nó me habias dicho que ya lo tenías?.Estaba un poco atrasada en tú lectura,y nó te he podido felecitar en persona,gracías por todo lo que as escrito de ella,lo que te pasa a tí,creo que nos pasa a todas,y yó la recuerdo mucho ahora en el rostro de otra persona muy querida por nosotros,y sobre todo esta última vez,ayer mismo se lo dije a mi madre,en la tita Espe.

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  4. El olor lleva muchos recuerdos.. y perdura mas que una imagen1!

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