viernes, 16 de diciembre de 2011

Matrioskas

En cuanto nos quedamos solos, conectamos instantáneamente a través del humor. En pocas horas nos hicimos amigos. Pasaron unas semanas, y cuando yo me lancé, nos hicimos, (qué nombre le damos a aquel remolino de achuchones, ternura y ojos burbujeantes) amantes. Al rato éramos novios. Una aventura inédita para los dos. Conocí a sus padres, conoció a los míos, empezamos a convertirnos poco a poco en familia. Metió su ropa como pudo en mi exiguo armario, y algunas de sus costumbres en mi espacio. Y entonces, tras un concurso de traslado, empezamos a trabajar juntos. La gente, al enterarse, torcía la boca o, directamente, se echaba las manos a la cabeza. Mi madre. Amigos. “Eso no puede salir bien”, decían con una voz experimentada de cirujano, como si alguno de ellos hubiera pasado alguna vez por la situación. No quise recordarle a mi madre que, bueno, su señor esposo, con el horario de trabajo que tenía, no es que pasara mucho tiempo en casa, y mira tú cómo acabó la cosa. Pero, en nuestro caso, no había razón para la alarma. Día a día vamos ganando la partida. No tenemos más ases en la manga que el de respetar, con más o menos seriedad, el papel que nos toca en cada momento. Ahora somos colegas de oficina o monte, ahora camaradas de barra de bar, ahora él me regaña porque ando descalza por la casa, y yo porque, cada vez que se peina, llueve sobre las baldosas del cuarto de baño.

A veces es inevitable que un par de esos papeles se solapen. Sucede cuando después de la jornada de trabajo volvemos a casa andando de la mano, con la barra de pan que acabamos de comprar, y nos damos un besito, y la gente murmura, al fijarse en mi exigua melena o en nuestros uniformes, “cuchi, dos picoletos gayes dándose un pico(leto)”. O como anteayer, cuando el trayecto en el coche oficial se nos hizo corto, absortos como íbamos en una charla inocua y ligera sobre el intercambio de parejas, tan amiguetes.

También es verdad que hay ocasiones en las que nuestros diversos papeles se enganchan en cierto punto, y falta poco para que la cosa se encrespe. Un ejemplillo: esta tarde volví a suspirar, medio en broma, medio en serio, cuando pasamos a la orilla del parque de bomberos de Alhama. Joder, tía, me dijo, qué cutre eres, mitificando a los bomberos. Y tú qué, con las japonesas, me reí, sólo que yo tengo una razón: mitifico a todos los bomberos porque hubo un tiempo más bien largo en el que tuve mitificado a un único bombero. Él me miró. El coche dio un quiebro por la recta de la carretera. No me habías contada nada. Claro que sí, el bombero de Jimena, estaba requetenamorada. No. Cómo que no. ¿No? No (un diminuto silencio). La has cagado, con un histrionismo intencionado en la voz. Idiota (Otro pequeño silencio). ¿Te has mosqueado? Anda ya. Sí. Quee noo. ¡Sí, te has picado! Pues no es justo, sabes, no puedes hacer como esos padres que van de supercolegas de sus hijos y luego les echan un sermón escandalizado sobre las pegas de la promiscuidad. Eres una dramática. Y tú tienes celos retrospectivos. Punto y seguido. Luego hicimos nuestro trabajito, y ya de vuelta, por la autovía, el tiempo volvió a acortarse mientras le resumía a Jose aquella historia arcaica de Miguel, el bombero.

Un resumen de alumna competente, sin jugo ni efectos secundarios. Me limité a los hechos puros y a dar un par de trazos al boceto del personaje. Condensé tanto, dejé afuera tanto. Por supuesto que sin ánimo de censura. Me pareció simplemente natural que aquel rastro de emoción que continúa latente, así, en abstracto, siguiese siendo mía. Jose, mi amigo, me escuchaba atento, y sonreía ante mi timidez al hablar. Jose, mi amor, se conmovía al imaginar a las Silvias pasadas, y con una caballerosidad regia, quería identificarse con el bombero. Él todo lo comprende, y todo lo acepta. Y en ese momento deseé que me contara historias similares. Hubiese sido una bonita prueba para mí, poder estudiar el efecto en mí de su relato. Si mi esófago se anudaría con discreción. Si me sentiría desplazada de la escena narrada. Si me iría tornando borrosa a sus ojos, mientras él hablaba. Si aceptaba con deportividad los brasas de una ilusión pasada. Si era capaz de aceptar mis propias teorías en boca del otro: que cuando uno ha querido, pase lo que pase después, no deja nunca de querer del todo. Que las distintas capas del amor, o lo que sea, se van amontonando, y a veces pueden mezclarse en un todo insoluble. Que lo que pasó no termina nunca de estar pasando, y que pocas historias acaban, así, a las bravas, con un FIN.

No creo que nadie, ni mucho menos él, pueda sentirse amenazado por una teoría semejante. La mayoría de las veces, cuando recuerdo episodios o etapas pasadas de mi vida, pienso por inercia en lo que, diablos, he cambiado desde entonces. No, no, para nada, ni mucho menos soy la misma persona de antes, eso es lo que me digo, cuando la pereza mental me puede. Pero, conforme pasa el tiempo, y paso por lugares que siguen vibrando, cargados con mi propia energía sentimental, húmedos todavía de mis fluidos, me voy dando cuenta de que lo que soy ahora no ha aniquilado lo que fui antes. Mis huesos de los quince años no sustituyeron a los de los cinco. Y yo no soy una, sino una sucesión. Como un juego de matrioskas. La niña que fui, la adolescente huraña, la jovencita tímida, siguen ahí, estratificadas en mi propio yo, recubiertas por un montón de días, y también de un poco de humor y de aceptación, y quisiera que de discernimiento. Y cada una de ellas sigue respirando bajito, y poblando aquellos lugares de presencias que ahora, hoy, no son más que fantasmas, y sintiendo lo que entonces les tocó sentir. Yo sé, de un modo difuso e inequívoco, que esos sentimientos sólo pueden enriquecer mis sentimientos actuales. 

Las he sacado, no de Rusia, sino de aquí
 

Pero todo esto es difícil de explicar dentro de un coche oficial en marcha, así que mi gatito, mi amigo, mi compañero, se quedó sin saber muchas cosas sobre aquél que ya no es más que un personaje. Quien quiera saberlo, tendrá que esperar al post de mañana (Estrategia Sherezade)

3 comentarios:

  1. Qué chulo, Silvia. Me ha encantado la comparación con las matrioskas, porque tienes razón: creo que dentro de nosotros están todos los nosotros que hemos sido, aunque nos empeñemos en sepultar a algunos. De hecho, creo que escuchar todas sus voces, tomar decisiones oyendo a veces a la adulta sensata, a veces a la adolescente loca, a veces a la niña fantasiosa, es probablemente la mejor manera de hacerlo.

    Un abrazote.

    PD: ¡Qué bien escribes!

    ResponderEliminar
  2. Aaaaay, qué superilusióooon!! Un comentario de mi gurusa bloguera. Un beso

    ResponderEliminar
  3. Anónimo entre comillas17 diciembre, 2011 23:37

    Sí señor, buena comparacion con la que estoy en completo acuerdo, aunque podría hacer salvedades: creo que sí hay capas en tu vida que van siendo aniquiladas, como si nunca hubieran estado ahí o fueran de una vida distinta, puede que porque en vez de estar recubiertas por "un montón de días" lo están por un montón de años, o porque sí hay cosas que se pierden para siempren, o cambian definitivamente o se olvidan por completo. Como cuando ves a alguien que te moló en una época pasaaada y piensas ¿pero cómo c...me pudo a mi gustar "eso"?
    Y cuánto podríamos hablar sobre los celos ¿verdad? Los que se quieren reconocer y los que no, los que duelen y los que te hacen reir...

    ResponderEliminar