domingo, 4 de diciembre de 2011

Los lazos


(Este es el post que habría publicado – me da vergüencita usar esta palabra – ayer, si mi padre no me hubiera dejado encerrada tras una cancela, cual Rapunzel en su torre)

La cosa empieza con una llamada matutina del padre y la hermana menor. Ella los nota un poco raros, quizás excitados, como dos niños que se mueren de sueño y que no paran de trastear. Quitándose uno al otro el teléfono, le preguntan repetidamente cuándo va a llegar. No, por nada, por nada, dice el padre con su antiguo tono de contable, pero a ella le parece que su voz le da un aire a la de Groucho Marx. Después de la comida, responde, tras consultar a su novio con la mirada. O mañana por la mañana, a más tardar. Vale, bueno, vale, adiós. Cuelga el teléfono, suspira y mira por la ventana. El cielo está blanco y húmedo. Ella no aguanta más sentada en el sofá.

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Hace al menos una hora que empezó a llover, pero ella no se ha dado cuenta. Lleva un rato escrutando la atmósfera de dentro de la casa. El humor con el que ambos se levantaron esta mañana se ha transformado, eso está claro. Ella no tiene muy claro todavía lo que le pasa. No es exactamente nostalgia de ver a la familia, ni, menos todavía, que se haya sentido presionada por la llamada. A lo mejor sólo es que tiene ganas de arrancar ya. Es como si estuviera parada en un semáforo en rojo que durase, durase, y no pasa un peatón desde hace tres minutos, pero el disco no cambia a verde, ni parece que vaya a cambiar en toda la eternidad, por mucho que ella pise ansiosamente el pedal del acelerador. Pero a él ¿qué le pasa a él? ¿Cómo saberlo? Hay parejas que desarrollan un talento especialmente refinado, casi japonés, para el reproche sin palabras. En realidad, es capaz de intuir lo que le pasa. Él sí que se siente presionado. Pero no dice nada. En lugar de eso, prepara su equipaje, baja a tirar la bolsa de la basura, se pasa por el banco. De nuevo en casa, chasquea la lengua cuando la lluvia aprieta. ¿Para qué más palabras?

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Cierra la puerta del coche, pero lo que de verdad quiere es gritar o arañar. Cierra, empiezan a avanzar, y ella sabe que es un error. Debería irse sola a su casa, la de sus padres, y él debería quedarse en la de los suyos. Todo el mundo debiera hacer lo que su propia voluntad marcara. Irme sola, irme, para el coche, que quiero irme sola, no deja de repetirse. Se le hace rara, de pronto, sumamente áspera, esa voluntad bicéfala que los dos han construido. Rara la manera en que se ha habituado a hablar en plural. Sola, irme sola, irme. Pero cuando piensa el paso siguiente, estar sola, quedarse sola, yo, sin ti, sin nadie, decidir yo sola, le entra un poco de miedo. Un sollozo mudo se le atraganta. No, no es miedo, ya ha vivido así antes, y no fue tan dramático. ¿Me das un beso?, dice él. En un segundo, ve pasar delante de ella imágenes de su relación, como si algo hubiera muerto. No es miedo, sino una especie de luto abstracto. Dejar morir un vínculo parece fácil.

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Ya no llueve cuando bajan del coche. Ella se sube el cuello de la gabardina. Siente los huesos fríos. Parece la Ilsa de Casablanca, justo después de dejar a Rick solo en el aeropuerto. El padre de él le insta a que lo acompañe en su reino de la mesa camilla. Poco a poco se le van calentando los pies y el alma. Ella sabe que estuvo bien no ceder al melodrama, entrar a comer una vez más en esta casa oscura, darse a los abrazos. Mira al padre, mira a la madre, y se enternece. Le hace gracia la manera armónica en la que cada uno encaja un párrafo de su propio discurso en el del otro, completamente independiente. El padre, sobre sus años mozos en un cortijo de La Mancha, la madre, alguna anécdota del vecindario. El padre le coge una mano y las mantiene un momento entre las suyas, un poco azules, trémulas, abigarradas de tendones y venas. “Yo te quiero mucho, ¿sabes?”. A ella se le vuelve a encoger la garganta.

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Tres horas después han llegado a la casa de ella. La merienda se monta rápido y con eficacia, como si estuvieran en una trinchera. Después pasa lo que pasa muchas veces en familia, que las sobremesas se alargan. Ella, su madre, su hermana, su novio, arracimados en el sofá. En la butaca, como un rey que ha cedido la corona, su padre, que ve alguna retransmisión deportiva en la tele. Para qué pensar en leer siquiera. Coge una revista, la hojea sin muchas ganas, sueltan algún chiste tonto, un chismorreo. La hermana abre el libro de texto de la asignatura en la que ahora anda enfrascada, sin mucho afán, todo hay que decirlo. Lee: “ Además de ser para el otro, el individuo es también un ser “por el otro”, una especie de cruce de pertenencias que apenas se considera como individuo autónomo” (*). Ella, sin muchas ganas de prestarle atención a lo oído, se echa encima del novio, imitando la postura del gato, que se ha hecho un ovillo bajo la manta, un poco sobre el regazo de cada uno de ellos. “Qué horror, yo no podría tener una relación así de pegajosa”, comenta la hermana menor, con un leve aire de superioridad. Entre ellos no hay nada muerto, nada que huela a enfermo. Ahora sabe que existe un tipo de hipocondria sentimental.

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Antes de la cena, ella acerca un escabel a la butaca de su padre y se sienta. Lo mira muy fijamente, muy seria, como si quisiera hipnotizarlo. Sabe que esto que hace no es precisamente noble, pero no le importa. Quiere obligar a su padre a oírla. Está preocupada. Él está más gordo. Tiene la despensa llena de galletas de chocolate y latas de conserva que le hacen la guerrilla a la medicación que toma. No eres tú sólo, papá, le chantajea. Podías cuidarte, aunque fuera por nosotras, que somos las que vamos a tener que cargar contigo si te vuelve a dar otro arrerrucho en la cabeza. Ha decidido usar la artillería pesada del miedo y la culpa. Palabras básicas. Demagogia de los sentimientos. Esta vez no va a poder escudarse en su sordera.

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Se está lavando los dientes. Le gusta culminar la cena con un trocito de chocolate, pero hoy se ha privado de él, por coherencia con el discurso sobre la voluntad que le ha soltado a su padre. A esta hora se encuentra con el corazón un tanto agotado. Son demasiados lazos los que siente marcados en la piel, como si estuvieran hechos con hilo de pescar. A veces le gustaría ser también un poco sorda. Dejar de escuchar un momento toda la exuberancia del ruido humano. Pero ¿qué sería de ella, si no estuviera atenta? ¿Qué sería de toda esa riqueza?.

(*): “Antropología de Argelia”, Pierre Bourdieu.

4 comentarios:

  1. El tercer párrafo es brutal. Si me gustaran los tatuajes me lo podría tatuar. Pero a mi me pasa desde el otro lado...exactamente al revés!

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  2. Anónimo entre comillas04 diciembre, 2011 23:17

    Qué difícil encontrar la tensión justa de los lazos ¿verdad? no dejarse llevar por la que se supone que deberían ejercer; impedir que nos agobien. Dices: "todo el mundo debiera hacer lo que su propia voluntad marcara", yo busco incansablemente el equilibrio entre esa libertad ideal y la extraña costumbre que adquirimos los que vivimos en pareja, como también -tan bien- comentas, de hablar en plural...
    Y un contrasentido: yo escucho y veo mejor "la exuberancia del ruido humano" si lo hago a cierta distancia; por eso me gusta tanto viajar sola.

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  3. No puedo creerlo,hace apenas una hora he hablado con alguien de algunos de estos temas...pero como lo complicamos todo,hoé.

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  4. Lo bueno de los lazos, y que lo diferencia de los nudos, es que te permiten fácilmente aflojarlos. Para mí, la palabra "lazo" lleva implícito algo bello y/o sutil. Y aunque se deshaga, siempre quedará la posibilidad de recomponerlo.
    Laura

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