sábado, 17 de diciembre de 2011

La Era del Bombero

(Bien, bien, me pongo el traje de arqueóloga (la pala para quitar los días, la brochita, y un sombrero de paja para no pasarme de tueste) y empiezo a desenterrar restos de la Era del Bombero)

Un brazo color ante asomando por la ventanilla del camión amarillo, tan necesitado de desguace. 
 
Miguel corriendo a última hora de la tarde. A su paso un pueblo blanco del interior de Cádiz se transforma milagrosamente en playa.
 
Miguel y su compañero – de aspecto más inequívoca y fornidamente bombero -, apostados junto a su camión, dispuestos para la emergencia, en la noche de clausura de las fiestas del pueblo. Los dos con la vista puesta en los fuegos artificiales, desmintiendo un poco su uniforme y su marcialidad. 
 
Paseando al perro. Comprando leche. 
 
Un primer plano de sus ojos hundidos, ojos de algún Homo cazador, silvestre, elástico y callado.

Fregando los platos – un plato, un vaso, una cuchara – junto a la ventana de su autocaravana. Sí, para más inri, su casa es una autocaravana, como si hubiera estado entrenándose para la leyenda. 
 
Y dentro de la caravana, la sorpresa tibia de un viejo periódico doblado, una modesta nota de hogar en ese espacio inmaculado y milimétrico como un Palacio de Congresos, y unas zapatillas de estar por casa, lo que parece ya un chiste surrealista, y unos cuantos libros, Bukowsky, Baudelaire, Benedetti, ¿qué pasaba, es que leías por orden alfabético?

El olor del champú que usaba, que todavía no he podido identificar, y mira que por entonces abrí botes en los supermercados para ver si me encontraba con su olor embotellado.

Miguel, coleta rizada, cuerpo de príncipe de Creta.

Lo que me recuerda que pronunciaba la palabra “princesa” igual que el héroe de una película pasada de moda, y a mí no me chirriaba. Antes de besarme la primera vez, me rozó con los dedos la mejilla, y yo me sorprendí: no me esperaba que el desenlace previsible resultara al final tan delicado (esto ya os lo había contado, pero viene de nuevo al caso. No creáis que me estoy volviendo senil y que sigo comiendo de mis viejos, ejem, éxitos).

La tarde siguiente al beso, cuando volvimos a mi casa después de comer a horas intempestivas una tapa de ensaladilla rusa y una tarta, colocó la cabeza en mi regazo, y se puso a hojear uno de mis libros. Eran las Greguerías de Gómez de la Serna.  Su forro polar azul marino estaba húmedo de lluvia, y yo le acariciaba la cabeza. Ronroneaba. Le gustaba que mi casa diminuta no tuviera puertas. No tenía teléfono. No había quien lo cazara. Iba de acá para allá, desvinculado. Era amigo del cantante Quique González, con quien compartía la manida épica solitaria de sus canciones. No era capaz de hablar de su tarea en los accidentes de carretera. Sí se acordaba de cuando sacó a una mujer del río crecido al que ella se había arrojado, de sus ojos de terror y de alivio. También del fondo del mar gaditano, sembrado de ánforas, que conoció cuando trabajaba de buzo en el Centro de Arqueología Submarina de La Caleta. Bebía ron negrita. Ligaba en la discoteca un poco sórdida del pueblo. Representaba un papel tierno, antiguo y cortés, que yo creo que hasta él mismo se creía. Una chica le había marcado a fuego el corazón y, desde entonces, siempre se acercaba a las que le recordaban de alguna manera a ella. Se consideraba, riéndose de sí mismo, un desahuciado en asuntos de amor. Era grácil.

Y era casi un producto de mi imaginación comodona. Me hubiera gustado llegar a conocerlo. Yo me inventaba excusas para pasar una y otra vez delante de su caravana, y cuando lo hacía, aceleraba el paso, esperando con todas mis fuerzas que él me diera el alto. A lo mejor daba una imagen altanera e indiferente, cuando lo cierto es que estaba rígida de miedo. No le saludé, nunca fui a visitarlo. Debería haber sido más vieja cuando lo conocí, más experta.

La última vez que le vi llevaba una camiseta muy usada, de un color rosa suave, como un canto rodado. Eran las ocho de la mañana y el sol le daba en la cara morena. Lo vi hasta que se hizo pequeñito en el retrovisor del Land Rover que conducía mi compañero Manolo Segovia. Lo último que me dijo fue “Cuídate”. Se había dado la vuelta rápido, y su perro chico le iba mordiendo los tobillos. Dónde andará ahora. ¿Se habrá cortado el pelo? ¿Tendra una casa quieta?

(Después de escuchar el resumen que le hice sobre la Era del Bombero, Jose se alegró, con nostalgia para consigo, de que hubiera vivido otras historias antes de la nuestra, porque todas ellas, seguro, me habían aportado algo y me habían hecho más rica. Que qué me aportó aquella historia. Cosas que no menciono porque suenan cursis. La pena del destiempo. Las ganas de carretera. Darme cuenta de lo desvalida, tan romántica, tan cobarde, que yo era)

6 comentarios:

  1. Con mi mujer nunca he tenido ningún tipo de tapujos y "ocultaciones" con mis "eras" pasadas.

    Ella conmigo tampoco.

    Llega un momento en la relación en que el tema surge, y hay que poner todas las cartas sobre la mesa. Y aunque pueda llegar a ser en algún instante doloroso, lo prefiero así. He presenciado escenas ridículas por estos temas viendo como reaccionaban otras personas. Era penoso...
    Por eso, ni ella ni yo nos arrepentimos de nada. Podemos pensar que lo podíamos haber hecho mejor, de otra manera. Pero no renegar...

    Evidentemente enamorarse de alguien conlleva ciertos "riesgos", y aceptar "lo de antes". Es más, como tu "Jose" dice, lo que somos ahora se debe en gran parte a lo que fuimos (e hicimos) antes.

    Joé, vaya comentario moralista y "sermonero" que me ha salido...

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  2. Anónimo entre comillas18 diciembre, 2011 23:29

    Ay, hija, es que me encanta cómo escribes... No me canso de repetirlo. Si te cansas de oirlo, avisa.
    El puñetero bombero, pá enamorarse de él tres o cuatro meses, de finales de primavera hasta mediados de septiembre e ideal que se haya quedado así, tan mítico.
    Vamos a ver ¿Cómo es que dices que nunca fuiste a visitarlo? ¿y cómo sabes lo que había dentro de la caravana?
    Muy gracioso lo de las lecturas por orden alfabético; ya puesta, Baudelaire, Benedetti, Bukowsky ¿no?
    Así que una chica como tú, literata-independiente-culta-inteligente-, oiste cómo te llamaban "princesa" y no te chirrió...eso también tiene gracia. Los caminos del amor, ¡cómo son!
    Ay, Jose, Jose. Imposible no quererte.

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  3. Sílvia me pasa como a anónimo entre comillas,al final no sé si fué real o inventado,quizás era eso lo que pretendías?.

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  4. Hija mia que reservada has sido siempre para tus cosas,tendré que enterarme de ellas por tus artículos(como dice tu padre).Te quiero.

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  5. Silvia!, no sé si me ha gustado más tu post o el comentario de tu madre, jajaja.

    Laura-aun-sin-tiempo-pa-ver-cómo-pongo-el-nombre-y-te-prometo-que-me-da-un-error-cuando-lo-intento-que-torpe-soy-pa-esto.

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  6. A ver, a las señoras: ¿es que no os habéis leído el comentario elaborado y lleno de vivencia de Paco Principiante? ¿Tenéis que meter el hocico hasta el fondo como un par de carroñeras del corazón?

    Comillas, eres mala, mu requetemala: entré una vez en la caravana porque me llevó al cine en la idem. Que to hay que decirlo. (y no me canso nunca jamás de los comentarios, y mucho menos si son largos como los tuyos. Es más, deseo más y más)

    Lectoraadicta: era real y sepsi, pero la imagen que me hice de él tenía más de mito que de otra cosa, así que también era un poco inventado.

    Laura-etc: ¿es que voy a tener que ir a Ciudad Real a enseñate el abc del bloguerismo?

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