martes, 13 de diciembre de 2011

De cuando al director de ahí adentro se le va la olla

 
Podría hablaros de mi vuelta a Granada y al cole forestal. De cómo me negué a lloriquear. Y mira que la tentación era fuerte. Para empezar, es lo primero que aprendí a hacer en la vida. (Lo segundo, que el lloriqueo puede ser explotado en beneficio propio con muy buenos resultados). Y para terminar, la niebla nada glamourosa, y la gente apretada de abrigos, y el dolor de vieja de noventa y tres años que se me mete debajo de las uñas cuando hace frío. Pero no, no me he quejado en todo el día. Igual que ayer no quise darme cuenta de lo bajo que es el techo de mi pisito, y lo diminuto que es, y lo que se parece a una nave de exposición de puertas y maderas hiperbarnizadas y lo recriminatoria y malaje que es la luz de la cocina, con qué saña apunta a esos rinconcillos dulcemente acolchados de grasa (que no son tantos, mamá, de verdad). He sabido recuperar rápidamente mi rutina urbana y doméstica. Supe automáticamente cuánto tenía que alcanzar el brazo para alcanzar el bote de sal, o en qué estante de la nevera, cuyo ronroneo reconocí enseguida, podía encontrar un yogur de kiwi, sin miedo a equivocarme. Al mismo tiempo, la cocina de la casa de mi padre estaba ahí mismo, detrás de las superficies de contrachapado, o como quiera que se llame ese material absurdo tipo hoja de plátano con mucho más barniz que recubre los muebles de esta cocina mía. Sólo tenía que rascarlo un poco para que asomara el brillo céreo de aquélla que tanto me recuerda a un cuadro holandés. Pero, a pesar de todo eso, tampoco comparé. Ni me olvidé de los días tranquilos. Ni desactivé mi suave yo occidental con un clic y un mal rayo le parta a los ziríes por fundar una ciudad justo debajo de un monstruo nevado. Soy la misma de ayer en Estepona. Lo repito. Soy la misma. A vosotros os parecerá que la región frontal de mi encéfalo se ha congelado. Pero a mí me inquieta un poco semejantes cambios de registro. A veces me resulta difícil de digerir que esta historia de aquí y la de allí o las de mucho más allá o entonces puedan estar sostenidas por una misma arquitectura física, o que la gente que dejo de ver en mi inmediatez, inmersa en su propia esfera alejada de la mía, conserve su entidad. Ya lo sé, son cosas de niña chica que se tapa los ojos delante de todo el mundo y se cree que ya está escondida. Pero...No doy para más.

Y es por eso, porque no doy, y porque la camita se me está insinuando de mala manera, que os voy a dar un poquito la murga con los sueños. Ah, pero qué pereza, la narración de los sueños, la propia y, sobre todo, la ajena. Atención, Frase: “Por su naturaleza autónoma respecto a la del que los sueña, o los recibe, los sueños se corrompen cuando son forzados a adaptarse a la gramática de la mañana” (esto, es mía. En serio, boqueo como un besugo, de sueño que tengo). Su relato resulta tan risible como las traducciones literales que componen algunos programas informáticos. Siempre me digo que la gente debería tener el suficiente decoro como para guardárselos, pero a ver quién se resiste a compartir la extrañeza. Uno se ve tan solo frente a la invasión exagerada de los sueños. Ese mundo completo se presenta descaradamente delante de tus ojos, te roba ecos de los personajes, situaciones y sucesos que han conformado tu vida, y los revuelve a su antojo. Quita un brazo de aquí, lo pega a las piernas de allá, pone el engendro en un hábitat inaudito, y ahí tienes tu sueño.

Si desconfío en general del relato de los sueños, directamente huelo a basura cuando ese relato está desarrollado hasta el delirio (me acuerdo de los de alguien en concreto, que parecían episodios de una adaptación televisiva de Lo que el viento se llevó, con personajes austrohúngaros). O cuando los sueños son recurrentes, y el que sueña va desgranando los detalles antiguos, esperables, como quien lee por decimotercera vez una novela. O peor, cuando el sueño recurrente va evolucionando noche tras noche, y desvelándose hasta su desnudez completa, como una Salomé. Mi desconfianza quizás sea un poco cateta. Es la misma que la que despierta el forastero en un pueblo de la meseta. Porque mis sueños no se muestran tan elaborados. No son cuentos góticos. De hecho, no son cuentos en absoluto: no hay trama ni argumento, sólo viñetas más o menos independientes que hacen la guerra por su cuenta.

Yo no puedo hablar de historias oníricas recurrentes, ni de paisajes abigarrados que se repiten hasta el mínimo detalle, pero sí de ciertos motivos o atmósferas que han adquirido una apariencia de familiaridad, a fuerza de presentarse aleatoriamente en mis noches. Que quede claro que me niego en redondo a interpretarlos: las autopsias psicoanalíticas de los sueños merecen ocupar un escalón en el podio de las grandes tomaduras de pelo inventadas por la especie humana. Allá voy con unos cuantos (que se me está agotando el decoro):

  • En la cima de la superrecurrencia, y de la ilusión de realidad, se halla la caída de dientes. Uno a uno, o en bloques de dos o tres. Con o sin sangre. A veces acompañados de trozos de mandíbula inferior. Una vez incluso soñé que se me caía un trozo de cráneo: cuando fui a abrir los ojos, tan apretados que dolían, frente a un espejo, para mirarme los sesos que habían quedado al aire, me desperté. El colmo de lo desagradable fue cuando soñé que los dientes que todavía quedaban fijos en las encías masticaban a los que se habían soltado, y que me atragantaba con ellos. Asqueroso. Me espanté cuando Antonio me contó que su hermana soñó lo mismo. Fue como andar de noche por el pasillo de tu casa, y encontrarte de pronto enredado en una tela de araña gigantesca. Es un sueño que, no hace ni falta decirlo, me provoca una angustia fabulosa.
  • Sueño muchas veces también con la sensación de encontrarme en las alturas y no poder franquearlas. Voy corriendo agradablemente por tejados (no es una huida), hasta toparme con un vacío que no me atrevo a saltar. O abro la puerta de una casa, y el balcón no está tapiado. La puerta se cierra tras de mí, y yo me quedo paralizada, mirando la calle ahí abajo, y preguntándome como voy a llegar hasta ella. Sueño con arquitecturas de videojuego, con saltos hacia abajo que soy incapaz de dar.
  • He soñado con muchas casas de desconocidos en las que me cuelo como un espía de las películas. Es una mezcla de alarma y fascinación, recorrer las habitaciones llenas de objetos de una intimidad que no me pertenece, soñar con lo que sería vivir en ellas, y vacilar al abrir todas la puertas, temiendo en todo momento ser descubierta. Y he visto tantas casas antiguas, deshabitadas, solariegas, con los ojos húmedos de desolación por el desperdicio. Yo podría quitarle el polvo a los suelos, sustituir los goznes quejumbrosos, darle vida a todo esto, me digo, pero el sueño siempre se acaba conmigo fuera de la casa.
  • He soñado, con menos frecuencia de la que me gustaría, con que andaba por las ramas de los árboles de un bosque, con la agilidad de la famosa ardilla de los chismes históricos. No había gravedad ni vacilación. No tenía peso. Era una sensación de plenitud similar a la que cuentan los que sueñan que vuelan. Siempre hay una luz verde subyugante, un rastro de sabiduría todavía más valioso que la agilidad. Es mi sueño favorito. Lo quiero ya.
  • Otras veces, en cambio, me descubro a los mandos de un coche en movimiento, con la conciencia clara de no saber conducir. Este sí que lo interpreto: estoy traumatizada por lo muchísimo que me costó sacarme el carnet de conducir.
  • Me pasa mucho que tengo que ir a una clase en la facultad, sí o sí, como si en la administración de la Universidad hubieran descubierto que me quedaban asignaturas por aprobar, y me obligaran a completarlas o a devolver el título. Pero siempre me retraso, porque no me acuerdo del camino, o porque me despisto, o porque se me va el santo al cielo enredándome con los calcetines que iba a ponerme, o porque me doy cuenta, de pronto, de que voy a medio vestir por la calle. Pobrecilla, me pasan miles de desastres, y cuando llego, la puerta ya está cerrada, y la voz del profesor retumba como dentro de una cueva. Hace muy poco que me atreví por primera vez a abrirla, y a buscar un hueco entre los alumnos que me miraban como si fuera marciana. El profesor me miró ceñudo, como diciendo “pero qué cara tiene esta tía de calcetines bizcos”, pero luego me sonrió.
  • Anoche uno con el que, desgraciadamente, nunca sueño, me saludó después de mucho tiempo, y me dijo que la única arruga que me había salido era la de la risa. Esta vez era él el que sudaba, de puro nerviosismo.

    (Ahora, si estáis todavía vivos depués de semejantes larguras, podéis contarme algún sueño especialmente pegajoso)

3 comentarios:

  1. Paco Principiante16 diciembre, 2011 00:23

    Alguna vez he tenido sueños por capítulos, como las telenovelas. Noche tras noche. Yo pensaba que era el único, pero ya he visto que no.

    Fijate que que me has recordado que en mis sueños se repite mucho una casa solariega, como abandonada, llena de maleza, con un porche. Parece que hay familiares míos por ahí. Yo estoy también paseando. Lo curioso es que cuando la sueño, y la recuerdo algo después, siempre me creo que es la primera vez que lo he soñado. Luego caigo en la cuenta que el sueño siempre es el mismo.

    Mi sueño favorito es que vuelo. Pero no vuelo como Supermán, tengo que hacer algo con los pies para volar. Como pedalear o así. Es bastante real. De hecho, si me despierto de improviso, con la deosrientación, no vería tan extraño saltar por la ventana.

    Bueno, felices sueños.

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  2. Pero no habías dicho que contar los sueños,o escuchar los ajenos es un coñazo...

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  3. Paco Principiante, yo también quiero volaaar!! ¿Crees que habrá alguna oscura razón psicológica que me lo impida?

    Lectoraadicta, es un coñazo, pero ahí lo lleváis.

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