miércoles, 7 de diciembre de 2011

Campo de vacas


Qué misterio, éste de la memoria. Levanto la mirada del ordenador, y veo los árboles de mi padre, el pino que no levanta todavía la copa del suelo, el olivo, la araucaria de estructura talibán, con esa verticalidad, y las ramas dispuestas en pisos menguantes, el aguacate monumental, por detrás. La huerta de al lado amarillea de limones. No sé por qué el perfil de la sierra me parece un elefante recostado con la cabeza entre las patas, y la línea entre el cielo y el mar se ve tan tersa que parece trazada con regla. Una azada puntea hoy el ruido de los coches, que no para nunca. No, no es hoy sólo, es siempre: es difícil encontrar en Estepona una familia que no tenga campo, es raro que no se escuche una azada. Y están las cañas. Ahora cierro los ojos, y sigo viéndolas, pero, un momento, creo no son las mismas. ¿De dónde son estas cañas que hay detrás de mis párpados? Parece que estoy viendo un país muy lejano. Hay una luz flaca, violeta, y todo está acostado. Cuesta ver algo vertical, salvo las cañas. Como si el mundo estuviera preparado ya para echarse a dormir. Ya sé dónde estoy. Vuelvo a rodar en paralelo a la playa de los Lances. Sólo fue ayer que iba por allí, y parece ya otra vida. Sé que si ahora vuelvo a abrir los ojos, todo lo que vi antes me parecerá levemente modificado, un poco falto de espesor, como si hubiera perdido alguna dimensión que antes no percibí. Así que ¿para qué voy a abrir los ojos? Prefiero quedarme un ratito más en ese mundo en pijama que ayer tuve que abandonar. Otra vez.

Siempre es lo mismo. Allí siempre estoy de paso, diciendo adiós con los ojos muy abiertos, o con la mano, porque no me salen las palabras. Apuro la luz del día todo lo que puedo, pero la campana siempre dice que el recreo se ha acabado mucho antes de lo que yo quisiera. Vámonos, Silvia, antes de que caiga la noche sobre las curvas de la carretera a Algeciras. Así que siempre es un adiós un poco desmayado, y un poco impuro. Es tristeza y es voluptuosidad, y es estar todavía, pero apenas, igual que ahora es no estar allí, pero casi.

Mira, Laura (sí, tú, Laura-Sierra), hoy voy a dirigirme a ti, que nunca has estado por esta parte del mundo. Miento, sí que has estado, debe de haber alguna foto que lo confirme, pero ese día hacía un Levante asesino, para variar. Llegamos, nos hicimos la foto y buscamos otra playa. Eso no cuenta. Este es un paraíso frágil, pero no en mi memoria, porque yo nunca voy a Tarifa con Levante. Ahora voy a intentar que también forme parte de la tuya, o de la de cualquiera que tenga ganas de incorporar un nuevo paraíso a su imaginario.

Acabo de salir de la playa de Bolonia. No quiero describirla. Para qué, con la cantidad de imágenes que debe de haber rodando por internet. Además, no me veo capaz de hacerlo. Cuando vuelvo de allí, tengo la impresión de que apenas si he utilizado los ojos. Y, sin embargo, qué bien la conozco. Hay una curva perfecta, y en contraste, la forma masiva de la gran duna, derramándose entre la masa de pinar. Desde esta altura panorámica en la que ahora me encuentro se ve inofensiva. Pero a mí no me engaña. No es una sola duna, sino varias, encadenadas. Tendrías que probar a subir a pie sus crestas más empinadas. Yo ayer lo hice descalza, y hubo un momento en el que quise estar enganchada a una cuerda de escalada. Hundí los pies, para no resbalar hacia el fondo de eso que parecía un tazón monstruoso de arena, y cuando conseguí alcanzar la cima, los tenía helados. Arriba vuelves a admirar, a un lado, el color inmaculado del agua, y te hacen gracia las ruinas de la ciudad romana, que se ven chiquititas, un montón de piezas del Lego amontonadas con algo que en principio parecía una intención, pero que luego se quedó en puro juego. Al otro lado, arena, sólo arena, tus huellas, como las de Neil Amstrong, y los esqueletos de los pinos que se tragó la duna a su paso.
   
Vaya, ¿te das cuenta lo difícil que es salir de aquí? Una última mirada al conjunto, antes de darle la espalda. A partir de este momento sólo quedará el recurso del retrovisor, y los detalles. Un jirón rojo en el cielo. El hombre que cose unas redes tendidas en la azotea donde hemos tomado café hace un rato, y esta mañana, cuando todo el aire de Cádiz olía a guiso de choco. Lo penúltimo que veo: el cerro de San Bartolomé, descompuesto en un montón de cubos blancos, con su aire de pirámide maya. Lo último, como no, las vacas: se va la tarde, y el color verde, y ellas ya están cenando. Tienen un brillo lustroso, son del color de un puro habano, y se les marcan las caderas como a una top model. Aunque van a lo suyo, a veces se te quedan mirando, y a ti te da pena no ser una vaca, y carecer de esa mirada desprendida. No le hagas mucho caso a la publicidad: Tarifa es vendaval, sí, y bocadillos rebozados en arena, y rubios con el pelo requemado, y mojitos de serie en agosto, y mucha gafa grandota y mucha gente mona que se cree que vive en una road movie, y juraría que cocaína a espuertas, y los cansinos de las cometas. Todo eso, vale, pero ante todo, Tarifa es la llanura de las vacas. Sólo hay que esperar a esta hora para darse cuenta. Nuestro coche ya ha desembocado en la carretera general. Los carteles de las escuelas de surf y de los hoteles fashion se van quedando en blanco y negro, y un poco huérfanos, y las vacas, y algún que otro caballo, se adueñan también de este paisaje. Hay momentos en los que parece que va a suceder por primera vez un mito griego.

Es esta cantidad de pesados preciosos


A mi derecha sobrevive un resto de la blancura de la playa de Los Lances, que se convertirá, antes de apagarse del todo, en fosforescencia. Yo no estaré ahí esta vez para verlo. En la gasolinera tres bomberos están mirando los bajos de su camión. Me da tiempo a ver que ninguno lleva coleta. Quién sabe, después de siete años no sería raro que Miguel se hubiera cortado el pelo, pero no, él era un ave tan migradora como los miles de halcones abejeros y de milanos y de águilas calzadas que vuelan por aquí todos los años. Lo raro sería que se hubiera asentado y, sin embargo, no puedo evitar girar la cabeza y pensar que soy yo la que siempre va demasiado rápido al pasar por esta zona.

Y ellas

Cuando franqueo la cuesta, y dejo atrás la llanura, ya es de noche. De la visión de cuento del Estrecho sólo queda el relumbrón del gran puerto de Tánger. Casi lo prefiero, a estas alturas del día. Una curva, otra curva, otra: así se convierte un paisaje concreto en memoria.


3 comentarios:

  1. Que hermosa es toda esa zona,esperemos-luchemos!-por conservarla así,hasta el fín de los tiempos.

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  2. Anónimo entre comillas08 diciembre, 2011 11:28

    Te estaba echando de menos. Yo me terminé los deberes en un pis-pás...
    Y qué bien, una vez mas, niña.
    Pues sí, yo soy de los que siempre tienen "ganas de incorporar un nuevo paisaje a su imaginario", así que anoto éste en la columna de mis "Debes" y eso que tengo que confesar que me falta tu capacidad para conectar con los mares, playas, dunas...Creo que la culpa la tiene el haber nacido y vivido mi "primera vida" en esos mares de tierra tan distintos, tierra firme siempre. Cuando descubro algún tesoro, de esos con los que luego te doy el tostón, especialmente a ti, y en los que me acuerdo, recien descubiertos, especialmente de ti, porque sé que nadie lo disfrutaría tanto, siempre me viene a la cabeza, (bueno, y suelo cantarla ¿qué pasa?), una canción argentina que dice algo así: "Vengo del ronco tambor de la luna/ en la memoria del puro animal/soy una astilla de tierra que vuelve/ hacia su antigua raiz mineral". ¿Explica lo que quiero decir?
    Vale, la letra no es de tu Nick Cave, pero es que mi cultura musical es nula. Y es vergonzoso viviendo con la persona que más sabe de música de cuantas conozco...
    Estoy contigo en la idea de que los lugares parece que pierden espesor cuando te alejas de ellos, en cambio con las emociones ¿no ocurre lo contrario? que se agigantan y adquieren un peso especial, como si se aclararan, aunque al final terminen también perdiéndose.

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  3. Qué bonito Silvia! me encanta cómo describes el amor por la tierra conocida...y el respeto.
    Y qué ignorantes se me antojan (yo incluída), los humanos: viviendo la película de nuestras vidas y no abriendo los ojos, tantas veces, a la verdad verdadera, esa que sólo los animales, desde su paz, desde su presente, son capaces de vivir.
    Gracias al post ya conozco un poquito más aquello.
    Un beso grande...y FELICIDADES!! (he estado desconectada unos días).
    Laura

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