domingo, 6 de noviembre de 2011

Verborrea

      Hoy íbamos a descansar todos del blog. En serio. Me desperté con el firme propósito de no escribir hoy. Por varias razones.

     La primera, porque la voluntad que empleo para sentarme frente al ordenador la iba a necesitar para decirle adiós a los tirantes y vestiditos, y hola, tú otra vez, jersey de cuello alto, qué alegría (atención, dedos cruzados). Y para hacer la comida de hoy (pastel de patata, tomate y Parmesano) y de mañana (lentejas viudas. Que digo yo ¿ por qué viudas? ¿Por qué no divorciadas, o para vestir santos?).

    La segunda, porque, en el caso de que no me hubiera levantado hoy con los músculos marujiles hiperactivos, se habría dado igualmente la conjunción planetaria precisa para desactivar mi voluntad. ¿Echarle la culpa al cosmos no es un poco pretencioso? Entonces, diré que mi configuración anímica estaba preparada para concebir un tipo de voluntad distinta, opuesta a la de escribir. Anoche me fui a la cama con un “no” pequeñito, y los dos nos dimos calor bajo la manta de la siesta y el albornoz, porque el edredón, entonces, estaba todavía en el exilio. Cuando desperté, el “no” todavía estaba allí. A veces pasa. Una es mucha gente, y a veces toda esa gente compite por hacerse con el control de mis manos y de mi energía mental. A veces, simplemente, la escritura pierde su posición de monopolio, y brotan a la superficie fuerzas nuevas. Aunque por ahí, por los libros, por las entrevistas en suplementos culturales, por los bares que antes estaban llenos de humo, se diga que la escritura es un compromiso totalitario que hay que renovar todos los días. Que un escritor escribe igual que respira, y si no escribe ni respira, resulta que se muere. Será que, evidentemente, yo escribo pero no soy escritora. Porque todavía soy capaz de independizarme de este hábito de escribir todos los días que no hace mucho me impuse, un poco harta ya de mi languidez característica y de una serie de síntomas psicosomáticos que no dejaban de acosarme. Se vive bien de Rodríguez, eso lo sabe hasta Alfredo Landa.

      Y la tercera. Hoy no iba a colgar ningún post porque, francamente, queridos, no dejo de pensar en ustedes y en sus particulares inclinaciones. No sé si les parecerá un tostón esta verborrea diaria, y si preferirían un poco de silencio entre entrada y entrada. No sé si esperan que esté ahí, delante suya, todas las noches, como el tío del tiempo. No lo creo. Salvo contadas excepciones, no sé quiénes son ustedes. Y, sin embargo, les repito que no dejo de pensar en su presencia y, muchas veces más, en su ausencia. Y eso no puede ser sano. Porque entonces este ejercicio dependerá por completo de su aprobación. Y yo sólo me podré dormir en los coches si ustedes me están cantando una nana. Un poco penoso, ¿no?. A lo mejor les da por comentarme que escriba y cuelgue mis post sólo cuando me apetezca.

        Si eso pasa, yo les responderé que eso es más fácil de decir que de hacer. Porque no es raro que lo que llamamos voluntad, o deseo, sea una expresión particular de un deseo colectivo que flota en el aire como una nebulosa. O que yo no sepa muy bien si yo soy yo, o más bien los otros. Los que me han traído al mundo y los que me han educado, todos los que me han sermoneado, asesorado, informado, manipulado, construido desde el aula, el recreo, la calle, la tele, los libros o las revistas. Eso es lo que me vengo preguntando cada vez con más frecuencia: qué parte de mí puedo llamar exclusivamente mía, si es que eso es posible. O cuáles de mis preferencias o mis fobias son creaciones mías, o meras herencias.

      Si miro la montaña de camisetas de manga larga que he sacado del paquetón de debajo de la cama, y me doy cuenta de que algunas de ellas tienen la respetable edad de diez años y que las he guardado en cinco, no, en seis armarios distintos, y me digo, entre rabia y suspiros, que mis tiempos de culona cortijera tienen que ser superados y que una nueva era de elegante feminidad está a punto de inaugurarse, con la ayuda, previo pago, de esta señorita, ¿es mi boca la que habla?
       Si tú me mandas un correo, y me dices que es una delicia leerme, ¿por qué se disipa de golpe aquella voluntad negativa con la que se supone que me había levantado?
      Si tú te vas a tu casa, ¿por qué me siento un poco impostora cuando te digo, con bondad olímpica, “claro, hombre, haz lo que te apetezca”?
     Si yo afirmo “he montado un blog porque me gusta escribir y, de repente, compartir lo que escribo”, ¿es eso completamente cierto, o mío por completo?

     Ustedes. Los otros. Un millón de presencias invisibles, por todas partes. Dos millones de ojos que yo creo que me escrutan e interrogan, y vuelvo a equivocarme, porque los otros son, más que nada, indiferentes.

    (Ego, necesidad de aceptación, vanidad de ser uno mismo y ocupar un espacio único...¿Se nota que no he abierto todavía el libro de los pilares del zen? Si es que tenía que haberme hecho caso, y no haber escrito)

2 comentarios:

  1. Que complicado todo verdad?tantas cosas que hacemos pensando que así es como lo quieren de nosotros,cuando quizás a los otros no se les paso por la cabeza nada de lo que creemos adivinar.Concretemos pues;solo deberías escribir cuando te apetezca,a no ser que tu intención sea ganarte así la vida y aunque yo vuelva a quedarme sin estos momentos de placer en los que te leo.

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  2. Pues sí, algo falla en el aprendizaje humano. A estas alturas cuesta una docena de huevos desactivar los malos hábitos emocionales, pero yo no pierdo la esperanza.

    Y, decíamos ayer, respecto a lo de "cuando te apetezca". ¿A ti te apetece, a priori, hacer de esas archifamosas lasañas, aunque luego, al rebañar el plato, te digas, po mira, y tus comensales te hagan la ola?
    Quiero decir que yo me he puesto la de tarea de escribir todos los días, por demostrarme de que soy capaz da hacer algo con constancia y energía. Pero luego no sé muy bien si esa tarea es una ocurrencia mía, o es fruto de todo lo que voy leyendo por ahí. Y con las tareas, ya se sabe...

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