sábado, 26 de noviembre de 2011

Un día cualquiera


Mi padre acaba de recoger las cenizas del fuego que ardió ayer por la tarde en la chimenea. Todo está tan plagado de símbolos que da grima. Escribir ceniza y, por lo tanto, no poder dejar de asociarle adiós, recuerdo, vida devaluada. Chimenea, igual a hogar y a fin de viaje. No sirve de mucho sentir nostalgia por una mirada limpia de conceptos sin historia, porque los símbolos están ahí, con todo su poder intacto. Ayer, por ejemplo, el fuego marcó efectivamente la última etapa de un viaje emocional de andar por casa. A lo largo de todo el día pasé por la inquietud, la rabia, el gozo del reencuentro, de nuevo la nostalgia, la ofuscación infantil, el desamparo, el ansia, un pequeño rencor, una leve infección del ego y, por fin, la aceptación, el embeleso y el juego y la tranquilidad. Todo eso en un día de descanso. ¿A qué país habría llegado si mi padre no hubiera encendido la chimenea? Ahora miro el recogedor lleno de cenizas, y me niego a pensar que el día de ayer sea ya pasado. No pasará a la la lista de los días recordables y, sin embargo, calentaba.

Ahora lo que me calienta es el sol en la espalda. Ideal de vida: escribir en un mesa que mi madre recogió de ni ella sabrá dónde, con el levante queriendo refrescarme la nuca, y la hierba nueva ahí, al ladito, con ese verde imposible cuya existencia me parece una leyenda cuando estoy en Granada. Me levanto de la silla con cualquier excusa, y el gato Vito, que ya no es un gato filósofo, sino un gato mendigo y maullón (quién entiende el alma felina), aprovecha para robarme el sitio. La pantalla del ordenador refleja la buganvilla adosada a la fachada lateral de la casa, y mis gafas. Las dos son del mismo color. Cada vez me gusta más este espejo. Hoy he decidido no fijarme en lo que ayer me sacó de quicio, esa parte de las obras de un supermercado que amenaza con robarme la vista querida del mar, enmarcado por una maraña de acebuches y algún que otro pino. A ver, señores que hacen como que tratan de sacar a este país de la crisis, por favor, ya hemos tenido bastante de eso. Ya han relegado trozos demasiado grandes de nuestro paisaje a la memoria. ¿Es que vamos a tener que ascender por los valles, si queremos ver un metro cuadrado sin hormigón? A veces me siento como los mamuts en el Pleistoceno (un poner, que siempre me lío con esto de las eras): ahora baja el hielo hasta la playa, ahora llega una primavera inédita y el hielo vuelve a subir a las montañas, y yo, abrigada de más, no sé ya dónde quedarme.

Ayer, después de quedarme con la gana de bombardear las grúas, hicimos lo que los mamuts: migramos aguas arriba del río Castor, separándonos por fin del ruido de las máquinas. Y allí estaba de nuevo, ese olor a humedad de suelo forestal y, por detrás, otro olor más, recóndito, casi sonrojante, algo así como recordar en el autobús los olores íntimos de un amante. Eran los alcornoques, y era eso mismo, un antiguo amor. Recordé la piel secreta de los árboles, tras el descorche, su color salmón, y el aroma inconfundible que entonces, cuando vivía en Jimena y tenía que subir al tajo de los corcheros, para darle un inútil toque notarial a la cosa, yo aspiraba y aspiraba, una mezcla rara de fruta y especia india. Y volví a decirme, Silvia, ¿cómo puedes vivir lejos de esto? Pero como ya me he agotado de mi propia nostalgia, me separé del ritmo cochinero de Jose y mi padre, y apreté el paso. Me gusta sentir ese calor en el culo y encima de las rodillas. Me gusta llegar primera a los pocos madroños que todavía no se han caído al suelo. Me gusta sacarme con la lengua la arenilla que se me ha metido en las muelas. Me gusta tomarle el pelo a mi padre, que no para de apuntarnos los destrozos que hizo la última tormenta, hasta dónde llegó el río, los bolos que arrastró, el fragor que tuvo que escucharse por estos parajes. Se me ocurren todas estas recetas para curarme la nostalgia.

Y lo mejor de Estepona es que, a diez minutos de este mundo de bellotas y molinos en ruinas, queda la playa. El mar era ayer un choco gigante: iridiscente por arriba, atigrado y pardusco por abajo. Pero yo le presté poca atención. La espalda apoyada en la caseta huérfana de la Cruz Roja, los ojos chinos de tanto sol, ¡y ni una línea wifi sin clave! Oh, perdición. ¿Ni un guiri del Laguna Village se daba cuenta de que estoy rozando, por decirlo suavemente, la blogadicción? ¡¡Tenía que colgar el absurdo, y auguro que incomprendido, post de los regalos!! Y lo hice, vaya que sí, lo hice, después de mucho rebuscar. Qué penita de mí: parecía esa pobre gente que hunde los brazos, a las diez de la noche, en los contenedores del Hipercor. La misma impresión se debieron de llevar los clientes que fueron llegando al centro comercial para poner al sol sus cutis resplandecientes de botox. No me importó: también yo arrugué la nariz cuando me di cuenta de que llevaban más ropa y más complementos de los que sus cuerpos podían tolerar. Eran catálogos in vivo de cuantas más firmas, mejor.

Y pasó el guiso de patatas y pescado de mi madre, y la siesta irrenunciable, porque, aunque esté en modo descanso, no puedo evitar abrir los ojos a las seis y media de la mañana, y el despertar enfermizo y el convencimiento supersticioso de que si empujo la comida-veneno del mediodía con más comida, al final mi estómago terminará la digestión de boa constrictor. Para más información sobre los efectos malignos que sobre mí tiene la siesta, vuelvan a pasarse por aquí. Sólo diré que la perrera me dio esta vez por la archifamosa crisis de lectura. Gimoteos. Enésimo repaso a la triste biblioteca que languidece en esta casa de mi padre. Ansiedad de mocita vieja. Ganas de borrar de la memoria reciente la nula interacción que el mencionado señor padre tuvo con el primero de estos post que ha tenido a bien leerse, o a mal, yo qué sé, porque, Juanito (si estás leyendo esto, será buena señal), no hay manera de sacarte ná, y porque te obligó mi madre, que se está convirtiendo en un agente literario sin entrañas.

Pero al final llegó la hora de la chimenea. La madera soltaba chasquidos como de palomitas de maíz desquiciadas, y yo me puse a leer el primer relato de Alice Munro (Amistad de juventud) que ha llegado a mis manos. Y, entonces, albricias, ahí estaba lo que andaba buscando: los personajes sucios de humanidad, y la compasión. La estructura narrativa invitando a jugar, la poesía al lado de las pelusas del suelo, y una hondura sin aspavientos que hace simple y comunicable el misterio que cada uno de nosotros cargamos. Por fin me sentía tranquila, en casa.

4 comentarios:

  1. Anónimo entre comillas27 noviembre, 2011 22:32

    Al final, lo que siempre puede salvarnos de la quema, es dejar que nos envuelva el olor de un bosque vivo, aunque empiece a dormirse, y un libro, tantas veces más real que la vida.
    No he leído nada de A. Munro, pero tendré que hacerlo.
    No sabía que estuvieran poniendo "another brick in the wall" a vuestro trocito de mar. Mientras quede medio metro cuadrado de arena que llevarse al bolsillo...¡qué asco!
    Ah, me he animado con la recomendación de "la tartine..." y su tarta de cebolla y queso azul. Todavía no he probado el resultado.

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  2. Paco Principiante28 noviembre, 2011 00:13

    "¿cómo puedes vivir lejos de esto?" me quedé colgado en esta parte de tu historia, como cuando los discos de vinilo se rayaban y repetían una y otra vez la misma frase.

    He pensado muchas veces eso cuando regresaba a Jerez, y lo sigo pensando. Pero todo se complica. Ahora estoy seguro de que si me volviese para vivir en Jerez, sentiría lo mismo cuando pasase por Madrid.

    Ni de aquí ni de allí. De mi.

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  3. Que fina la línea que separa la felicidad,del pozo y cuantas veces la saltamos de un lado al otro en el mismo dia...

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  4. Que rule, Entre comillas. Por cierto, Arcángel también puede salvarnos de la quema. Canta el sábado en esta nuestra fría ciudad.

    Paco Principiante, voy a copiar esa frase en mi pizarrita. Es talmente la historia de mi vida.

    Y lectoraadicta, por muchos saltos que dé, al final la suma siempre me sale a favor de la felicidad, o lo que sea

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