domingo, 13 de noviembre de 2011

Simulacro de incendio


¿Cuántas veces había bajado a la calle, esta mañana? ¿Cinco, seis? Eva ya había perdido la cuenta. Siempre era lo mismo: estaba concentrada frente a su ordenador, presumiendo para sí misma de la velocidad con la que crecían las filas de sus cinco tablas de Excel abiertas, y, de pronto, la puerta de la oficina no dejaba de abrirse, y un barullo de voces se colaba por ella, junto al golpe inevitable de aire frío. Chistes que deberían premiarse con la guillotina. Una que le contaba su receta de estofado a otra, con un detallismo exasperante. La risa de gaviota de la responsable de cuentas. Los silbidos eternos del jefe. Eva, entonces, ya no podía estarse quieta en su silla. Le dolía el culo y se frotaba las cervicales, añorando los masajes de su marido. Había que bajar a tomar aire. Y, mientras contaba los escalones que separaban la quinta planta en la que trabajaba de la calle, se decía que, a estas alturas, debía de ser la empleada que más probabilidades tendría de sobrevivir si se declarase un incendio en la empresa. Ese pensamiento le puso una sonrisa maligna en la cara. Imaginó los tubos fluorescentes estallando en rosetas de fuegos artificiales, los ordenadores retorciéndose sobre sí mismos, y a ella en la calle, contemplando los brazos arracimados en las ventanas, y justo debajo las llamas, queriendo abrazar a los de arriba, moviéndose como sirenas, como algas, y ella, otra vez, hipnotizada, o riéndose a carcajadas, o robándole el silbido de la Cabalgata de las valquirias al jefe, que por fin se había callado.

Al franquear el portal del edificio, volvió a sentirse un poco decepcionada. En la calle, sólo olía al humo mezquino de los coches. ¿Qué hacía allí parada, si ni siquiera fumaba? Pues lo de siempre: darse un paseíto hasta la primera esquina, y luego pararse de súbito y volver, aparentando que había olvidado algo. Otro simulacro, se dijo. Pero no, esta vez, a la quinta o la sexta, por fin, pasó. Ahí, en la acera de enfrente, estaba el hombre, quitándose el casco. Eva sacó su móvil del bolsillo de la chaqueta, se lo llevó a la oreja y empezó a asentir con la cabeza ante las preguntas de nadie. Sabía que, nada más llegar, él siempre se echaba un cigarro, y se ponía a mirar distraído, así que tenía que parapetarse. Sabía que él, ahora, estaba mirando en su dirección. Eva, pues, bajó la mirada al suelo, coqueta, y empezó a dictarle al teléfono mudo una lista de la compra. Se daba cuenta de que todo lo que se le ocurría estaba ya dentro de su cocina, y eso, esa falta de verosimilitud íntima, más que la comedia al teléfono, fue lo que le hizo sentirse ridícula.

Alzó la cabeza, dispuesta a volver a su oficina, jurándose que se habían acabado las tonterías de quinceañera. El hombre ya no la miraba. Entonces, sí, se lanzó a espiarlo, y conforme lo hacía, su cara fue adoptando la misma expresión, entre el hechizo y la repulsión, que se le ponía cada vez que se obligaba a ver una película porno con su marido.
Era la cabezota, con su forma sutilmente aguitarrada, y ese pelo. Eva estaba segura de que sólo el acto de quitarse el casco había deshecho, esa mañana, la labor nocturna de la almohada sobre el peinado del hombre, y de que su mujer debía de pronunciar la palabra divorcio todos los sábados, frente a la constelación de gotitas de pasta de dientes que decoraba el espejo de su cuarto de baño. Sus mejillas, que le recordaban al bizcocho que hacía su abuela, y la guayabera que llevaba puesta, tirante a la altura del ombligo, desamparada sobre los hombros. Entre medias, en cambio, Eva intuía unas tetas bien puestas, firmes sin llegar a musculosas, con unos pezones diminutos de gato macho. Había otros restos fosilizados de juventud en la figura del hombre: las zapatillas deportivas, unas piernas propias de alguien que siempre fue delgado, y unas pulseras de cuero en la muñeca que sostenía el cigarro, puede que medio soldadas ya, a fuerza de tiempo y de sucesivas duchas, aunque tampoco tantas. Eva imaginó el trozo de piel que quedaría bajo las pulseras, blanda y pálida como una tortuga sin caparazón, o peor todavía, como las manos de un ahogado. Imaginó también, a su pesar, las uñas cortadas de sus pies, flotando en el agua parda del water. Le daba grima, y sin embargo. Bueno, así que ahí estaba de nuevo. Al final no se había largado a otra editorial.

“No quedan botes salvavidas, compañero. No podemos abandonar el barco”, le dictó Eva a su grabadora imaginaria. Y también: “Pose trasnochada, boca al bies de cantante melódico italiano. Este tío es de los que se jactan de saber decirle "no " a la comida de Navidad. Da asco”. Y, sin embargo, echó a faltar, en ese momento, una cámara de fotos que no fuera imaginaria. A la izquierda del hombre se aproximaba un autobús. A la derecha revoloteaba la bandada de adolescentes que acababa de cruzar delante suya. Él todavía las miraba, con la ceja un poco levantada, como si estuviera en un garito de barra americana, y acariciara con desapego unas piernas tan lisas, que parecían ortopédicas. A Eva se le ocurrió que sería bonito poder imprimir esa foto. Sería bonito poder enviársela a ese hombre, con el que no había cruzado más de cuatro frases y que le hacía fruncir el ceño más de la cuenta, en el transcurso de su próximo viaje a Sicilia, en el que contemplaría fachadas barrocas y cielos barrocos, dormiría en camas barrocas, haría el amor, con amor, con su marido, y olvidaría por completo sus jornadas laborales. Una postal clandestina en la que apuntaría algo críptico, como “Quién sabe en cuántas fotos ajenas aparece uno”. O quizás no fuera algo bonito, sino sólo inexplicable, lo que era suficiente a esas alturas de la vida de ambos.

Cuando el autobús salió por la esquina izquierda de la fotografía, el hombre ya no estaba. Si había entrado al edificio, ella no lo había notado. Tampoco esta vez olió a humo de incendio. Otro simulacro. Con paso lento, Eva subió a su oficina.

7 comentarios:

  1. Confesándote, Silvia, que tras una mañana absorta en lo laboral, cuando he terminado, brincaba de emoción ante el descansito que me esperaba...paro y me meto, me meto y me meto totalmente en la historia. Joer!, enhorabuena por esa capacidad de escritura!!!.
    Lo mejor de todo es que me quedan aun muuuchos de tus posts (se dice así?).
    Muchos besos!
    Laura

    ResponderEliminar
  2. Joer, Laura, me dan ganas de estar to' er día liada dale que dale con los posts (efectivamente). Muchas gracias otra vez y muchos besos

    (por cierto, cuéntanos el secreto para estar todo un día absorta en lo laboral...)

    ResponderEliminar
  3. Me he liado,algo se me escapa en este relato...

    ResponderEliminar
  4. Vaaya, si alguien más se ha liado que avise, y lo explico (no hay mucho que entender, la verdad)

    ResponderEliminar
  5. Pues sólo se necesita:
    1-Tener una auditoría al días siguiente.
    2-Dejar cosas para última hora.
    Ya es el día siguiente y ha pasado...bien!!.
    Y sí, porfa!, dale don dale a la escritura (como dijera tu prima, jajaja).
    Besos

    ResponderEliminar
  6. si lectora adicta no se entera que aprenda a leer

    ResponderEliminar
  7. Le daré una semana, y si nadie más pone pegas, se lo contaré a solas

    ResponderEliminar