miércoles, 16 de noviembre de 2011

La música amansa a los idiotas


Entró al escenario con paso lento, apoyándose en una muleta, y el silencio expectante del público se hizo todavía más denso ante la visión de ese pie derecho que colgaba como el de un perrito cojo. Se sentó, ordenó los pliegues de su túnica naranja, y colocó la kora entre sus piernas. Y entonces fue como si todas las historias de un pueblo viejísimo empezaran a descolgarse de las ramas del silencio, o de nuestro ruido cotidiano. Ahí estaba, de pronto, todo, el amor, el miedo, el recuerdo. La sangre, la pena, la espera, el latido. Ahora sé que eran sólo cuatro dedos los que utilizaba. Cuatro dedos para convocar al antílope y el éxodo y el rebaño y la hoguera. Podría seguir enumerando hasta el final del diccionario, y por eso resumo diciendo “todo”. Todos los instrumentos, todas las veces en las que un hombre tomó entre sus manos un resto de algo que una vez estuvo vivo, un trozo de madera, una calabaza, un pelo, e imitando su propio pulso y su voz, lo resucitó. Al cabo de poco menos de dos horas, que parecieron eras, se levantó de su asiento, estrechó la mano de los tres músicos que lo acompañaban, y que, sin ser viejos, tenían su mismo aspecto venerable, y recogió su cojera y su mundo tras el telón. Pero no su arte. Eso se quedó.

Todo el camino de vuelta a mi casa, mientras andaba en paralelo a nuestro río raquítico, que ya respira a menos de diez grados, fui acariciando en mi mente la última de sus melodías. No quería perderla. No podía. Quería ser como esa canción. Quería ser ella. Honda, tranquila, evocando sin nostalgia la belleza y el músculo del mundo. Quería que la sensación de limpieza que experimenté durante el concierto continuase. Porque fue eso, un bautismo de los antiguos, de cuerpo entero. Llamadme ingenua, pero realmente percibí cómo toda la porquería de mi ser (el nervio, la queja, la debilidad de estar junto a otro y no comprenderle ni que te comprenda, y entender esa incomprensión como un rechazo) era arrastrada por la música. Hubo momentos en los que incluso sentí que me estaba nutriendo, y que todo mi cuerpo digería esa misma música, que mi clavícula, de repente, sabía oír, y mi tobillo tarareaba, y tenía la barriga llena de notas, y mis células se habían hinchado y estaban jugosas, y todos los espacios vacíos vibraban. Ahora es cuando podéis llamarme fantasiosa. No sé lo que fue, ni qué proceso fisiológico se desencadenó. Pero es verdad que, tras el concierto, me sentí embellecida. Ennoblecida.

Palabrería, pensaréis. Dejad que os siga explicando. Era notarse humilde y pulido como un trozo de madera. Grande y pequeño a la vez. Demasiado pequeño como para hacerle hueco a las pequeñeces. Lo bastante grande como para sentirse desahogado por dentro. Para el aire limpio había hueco, no para la exigencia, no para la tristeza pegajosa. A estas alturas quizás os hayáis dado cuenta de que la persona con la que fui al concierto y yo habíamos discutido, con muy pocas medias palabras y un silencio de filos oxidados. La razón minúscula me la reservo, porque pertenece a una esfera íntima, y porque ni yo misma la sé. Todo no se puede contar, gente deluxe, o sí, pero es que yo he firmado, conmigo misma, un contrato de confidencialidad sobre los asuntos que afecten no sólo a mi corazón, sino al de esa otra persona. En fin, que toda esa morralla sentimental se lavó.

Y supe que el olor vil y nauseabundo de los perros en descomposición con el que me las tuve que ver por la mañana, durante el trabajo, no atentaba contra la belleza musgosa del lugar en el que los recogimos, mi compañero y yo (en una de éstas os voy a narrar con gusanos y detalles en qué consiste exactamente esa faena. Que se preparen los que casi vomitaron con el momentazo sifónico, y los que se ríen de mi endeblez profesional). Supe que podía, y hasta debía, enamorarme de cualquier persona y de cualquier cosa. Supe que en las pocas nociones fijas que manejamos a lo largo de nuestro día a día cabe más bien poquito. Supe que yo es una palabra muy, muy cortita.

Lástima que ésta fuera una sabiduría tan privada, y tan abstracta y tan difícil de compartir.

Para compensar la vaguedad de este post, os dejo otra de esas musiquillas que abren la lata del corazón. También para minicelebrar que hoy hace un mes que este coche arrancó (¿tan poco?). No es Toumani Diabaté, porque el Sr. Youtube no le sienta nada bien. Para sentir lo que ayer sentí yo hay que estar encerrado con él, bajo el mismo techo, o el mismo cielo, o la copa del mismo baobab. A cambio, os dejo una canción que no tiene nada que ver, pero que me maravilla. Ojalá pudierais escucharla alguna vez en el coche, a toda volumen, por una carretera paralela al mar.


6 comentarios:

  1. Vaguedad dices?Ni miaja,cada una de sus palabras van directas a donde deben.Me ha gustado tanto!!.

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  2. Silvia!, pero qué bonito!. ¿Sabes?, yo estuve en un concierto pequeñito de un señor que tocaba mantras con un instrumento hindú muy antiguo. Pues sí, físicamente, las notas incidían en la parte más intima de las células. Quizá, como tu dices, entre los huecos que dejan... y eran capaces de remover emociones que precisamente en esos huecos se esconden. Me pasé llorando como una magdalena gran parte del concierto sacando, me imagino, alguna emoción escondida. Me quedé nueva.
    No he podido ver el enlace que has puesto, ya lo intentaré en casa. Besos!
    Laura

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  3. Sois un primor las dos, muchachuelas. Laura, a mí este concierto me tuvo al borde la conjuntivitis toda la noche. Un beso

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  4. Como me gustaría presenciar un concierto de este señor

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  5. Anónimo entre comillas20 noviembre, 2011 12:10

    Niña, te has superado con la descripción del concierto...no sé qué habría sentido yo de haber estado allí, pero leyéndolo me he puesto a llorar. Mérito tuyo...

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  6. Jope, mira que pensé en llamarte. Mierda de frase por la que nos deberían pegar con varas de sauce en las nalgas, cada vez que la pronunciamos

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