viernes, 4 de noviembre de 2011

Granada es un pueblo

 
     Bastan la terraza de un restaurante céntrico y un día de fiesta para corroborar el cliché.
    Tú estás sentado tan ricamente en la plaza de la Romanilla, con un hilo indecente de mozzarella fundida, mmm, colgándote del labio, totalmente dispuesto a creer que el mundo es tu propia salita, y todas las tristes mesas del mundo, la mesa camilla de tu abuela. Las calles son un hormiguero, y piensas que quizás no hacía falta reforzar la línea de autobuses que sube al cementerio, y que el vivo al bollo, anda que no. Lo raro sería, entonces, no encontrarte con nadie conocido. No pasar por el apuro de no poder presentarle a tu acompañante a una antigua compañera de clase que te ha saludado por la espalda, por la razón cruel de que, a pesar de la sinceridad con la que has pronunciado el “me alegro de verte” de rigor, no te acuerdas de su nombre. No hacerte pantalla con una mano para esconderte de alguien a quien no quisiste querer, hace ya un tiempo. Todo eso es más o menos inevitable.
     Tres días después, además, un compañero de trabajo te enseñará unas fotos de su móvil: tú, tu acompañante, las gafas de sol y las palmeras, la ropa de ese día, todavía la indecisión de no saber dónde sentaros a comer. Te sientes un poco halagada, como una estrella del Hollywood de los 50, cazada por la cámara de un detective con gabardina y muchos vicios. Al mismo tiempo te inquieta contemplar tu intimidad diluida entre el resto de las hormigas, y archivada en un catálogo ajeno. Y te irrita, aunque es una irritación divertida como el picante, volver a darle la razón al cliché.

    Porque no hay remedio: Granada es un pueblo. Vayas donde vayas, y a la hora que sea, vas a terminar reconociendo una cara familiar. No hablo – aunque puede que lo haga un día – de la gente que te encuentras camino del trabajo, ni de la que frecuenta los lugares a los que tú vas de vez en cuando, los parroquianos de la filmoteca o algún cliente fijo de un bar con buenas tapas. Aunque no sepas su nombre, ni hayas hablado nunca con ellos, de alguna manera forman parten de tu rutina. De quien yo me acuerdo ahora es de los fortuitos habituales: esas personas sin coordenadas a las que no puedes asignar un escenario concreto. Tú vas por aquí, por acá, por la avenida de la Constitución o por la Acera del Darro, y, de repente, ahí están ellos, casi siempre parados en una esquina, un poco como criaturas de leyenda, guardianes de algo. Te los encuentras, y el corazón pega un pequeño salto de susto, y también te da alegría.

     Yo tengo dos favoritas. A una de ellas hace mucho que no la veo, y lo siento. ¿Se habrá muerto? ¿La habrán terminado internando? La última vez estaba sentada en el puente de Los Monos, con la cabeza inclinada hacia el hombro, y se agarraba los costados como un armadillo. Parecía tan triste. La llamo ella, ¿por qué, por la falda mugrienta? Su rostro es – era – áspero y gris, como si estuviera hecho en madera de traviesa, y no tiene un sexo concreto. El ángel de las alcantarillas. Esa vez no tenía junto a sí el inevitable carrito de supermercado en el que acarreaba todo su mundo misterioso de fardos. Siempre me preguntaba qué llevaría en ellos, qué historias se esconderían debajo de la lona azul amarrada con cuerdas. ¿Serían restos arqueológicos de una vida anterior? ¿Cosas que iba recogiendo de la calle, a los que sólo ella sabía darle un valor? ¿Y dónde dormía, quién le daba de comer? Porque no mendigaba. No hacía más que mirar el mundo como si éste fuera, efectivamente, un mundo de insectos, y le divirtiera su ritmo de charlotada. Pero no la última vez. Sin sus cosas, sin su atención, a lo mejor tampoco ya sin lenguaje, porque nunca la vi hablar con nadie, se veía tan vuelta sobre sí misma, o sobre nada. Quizás se estuviera ya convirtiendo en piedra. Pero al menos sobrevivía. Pensé que eso, entonces, no debía de ser tan complicado.

     A la otra, en cambio, la vi ayer. ¿Cómo negarle a ella su género, a pesar de que no tenga costumbre de usar falda? Tiene una voz tan minúscula, tan delgada, y, además, la boca pintada de un coral poco fiable, y una coleta que nunca dará el pego de rubia. Si a la vieja que miraba nunca la vi hablar, a ésta nunca la he visto haciendo otra cosa que no fuera cantar, armada con su micrófono y su lata de músicas. No la he visto caminar con el equipo a rastras, ensimismada, ni pasar nunca un platillo. Simplemente canta, y canta fatal, o a lo mejor lo hace bien, al final no puedes saberlo, porque es tan triste que se te quiebra la capacidad de juzgar. La canción, bueno, no parece del todo triste, sino más bien un desecho de viejas melodías del Festival de San Remo. Pero sí esa voz, la misma que tendría un ruiseñor que hubiera logrado vivir ochenta años, y esa cara de estar siempre recordando, y el poco caso que le hace nadie. Ni siquiera yo, que no creo haber distinguido nunca una sola palabra de las que canta. Y, sin embargo, logra colar una atmósfera rara en la calle: es el aire de los borrachos profesionales, de los bares funestos a las seis de la mañana, de esos lugares y a esa hora en la que los recuerdos no son más que un recuento de pérdidas. Cuando la vemos, Jose y yo imaginamos, y todo lo que se nos ocurre es peliculero y feo. Mafia, la custodia perdida de una hija, falsas promesas de contratos, muchos, muchos, litros de whisky peleón, y el mismo viejo amor desalmado que, aunque sea mentira, siempre revive en la esquina en la que ella está cantando.

          

4 comentarios:

  1. Y luego están los salipúm. Esos a los que te encuentras siempre que sales, ya sea en la Caleta, en la Avda. de Dílar, en el Alcampo... Salí, y ¡pum! ahí estaba. Yo he tenido varios, y algunos se me han muerto (supongo, porque no es normal que te fallen dos o tres veces). Pero otros son muy fieles.

    ¿Qué Anónimo soy?

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  2. Todos tenemos colgados de nuestra memoria alguno de estos,que rascan por dentro.

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  3. ¿Anónimo-melómano? ¿Melónimo? ¿Fary-adicto?

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  4. melómimo?! me encantaaa!

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