miércoles, 2 de noviembre de 2011

Circe, Escila y Caribdis


     Dijo él: “¿Y por qué no pasas hoy del gimnasio y te vienes conmigo a la biblioteca?”. “¡¡Yupiii!!”, respondí yo, lanzando las zapatillas de deporte al aire. No era un plan precisamente desenfrenado para unos novillos, la verdad, pero la idea de volver a la biblioteca me puso tan alegre como si hubiera metido dos tabletas de chocolate dentro de la tostada del desayuno. Por el simple hecho de reventar otra pequeña rutina, sí. Ya he dicho por ahí que el dibujo de mi vida es últimamente un tanto esquemático (gimnasio un día sí, un día no; carreras para hacer la comida cuando tengo el turno de tarde, trabajo y pseudotrabajo, blog, blog, blog, y yo feliz de la vida, eh). Así que la idea de dejar las fibras musculares en relativo reposo, y la mochila arrinconada, toda lacia, sin su carga inevitable de toalla, toallita, esponja, chanclas, muda, en una mañana en la que estaba programada una cita con el Sr. Pilates, desde el domingo pasado (los domingos es cuando yo paro, pienso y apunto), me pareció subversiva. Un poquito. Pero es que, además, estaba excitada como quien da los primeros pasos en la preparación de un viaje. O como quien se viste un sábado a las once de la noche con ánimo de arrasar. Era el olor de la aventura. Una aventura diminuta y pasiva, vale, pero electrizante, al fin y al cabo: iba a encontrar al Libro, ése que se me viene escapando igual que Moby Dick. Esta vez, sí, pasaría, y no iba a salir de la biblioteca hasta que no me hiciera por fin con un libro mágico, con uno de esos que te sorben el alma, y te trastocan las horas y los lugares, y hacen que tú seas muchos más, y mucho más tú. Porque llevo un tiempo arrastrando una crisis de lectura. Cogía un libro de estantes públicos o privados, coqueteaba con él, y al rato lo dejaba con ánimo lánguido. Miraba alrededor, y la mesa seguía siendo la mesa, y Granada, igual de Granada. Era una melancolía de león saciado de carne. Grossman, Argullol, Brodkey, ni siquiera Cortázar me sacaba de este estado de postración lectora. Eso tenía que acabarse. Tenía que volver a enamorarme.

     O a lo mejor era que echaba de menos la biblioteca, nada más. Su espacio blanco y diáfano. Las estanterías abigarradas de color, que se empeñan en restregarme por la cara lo pequeña y finita que soy, lo mucho que sobrepasa la suma de horas necesarias para leer lo que allí hay contenido a las horas que me quedan de vida. Los libros, los pobres libros, tan manoseados, subrayados, paseados de cien casas distintas a una facultad, apartados en la barra de una cafetería, revueltos entre las sábanas de alguien que no era el que lo sacó en préstamo, marcados por huellas dactilares reveladas con chocolate o chorizo, metidos en una maleta, arrastrados por trenes y aviones. Los libros y las historias de sus lectores, cruzándose con la de sus personajes.


     Siempre fue primordial, y hasta bendito, el espacio de las bibliotecas. Siempre me acuerdo de una que ya no existe, en Málaga. Me viene a la memoria, no sé si de manera tramposa, como un edificio macizo, sin gracia, un poco soviético, y no he encontrado ninguna foto suya, en el catálogo universal del Google, que contradiga esa imagen. Fue mi primera biblioteca. Yo tendría ocho o nueve años, y no sabía que debajo de su suelo tenía escondidas las ruinas de un teatro romano. Pero a lo mejor de una forma sutil y primitiva sí que lo sabía, sí que lo sentía. A lo mejor era algo que se intuía por los pies igual que la humedad salobre de la ciudad, yo qué sé qué, quizás los ecos de las funciones representadas hacía dos mil años. A lo mejor, seguro, quiero hermosearlo así ahora, con una capita de poesía de lo más barata, y entonces no era más que el picor de la aventura, y los ojos redondos, absortos entre las páginas de un libro de tapas de cartón gris-azulado y formato largo. Sueño que un día me reencuentro con esa de especie de libro fundacional, en una librería de viejo, o perdido entre cualquier entresijo de internet. Era una edición para niños de La Odisea, y tenía unas ilustraciones que quiero recordar modernistas, con mucha ola y mucho ojo almendrado. Uno de sus capítulos se llamaba Circe, Escila y Caribdis, y desde entonces, ya para siempre van juntos, y a veces los pronuncio, de manera inconsciente, como si fuera una letanía, y me siento bien, ágil y sin peso. Quién sabe si no quedó algo del poder transfigurador de la lectura cifrado en esos tres nombres, el de la hechicera, el de los dos monstruos marinos, cuyos peligros supo esquivar Ulises. O puede que Ulises fuera un fanfarrón, y se inventó todas esas aventuras para luego poder contarlas. Yo lo escuchaba con la boca abierta, yo estaba ahí, junto al rey de los feacios, junto a Nausícaa, con los dedos pringosos de choto a la miel, creyéndome de pi a omega todo lo que ese embaucador de barba enredada como perro-flauta soltaba por su boca, también brillante de grasa.

    Y eso es lo que perseguía esta mañana en la biblioteca, el arrobo, y todas aquellas viejas voces persuasivas.

    (Salí, para variar, con los bíceps forzados a tope por el peso de cuatro libros. Está claro que no me puedo saltar ni una hora más de gimnasio. Por si a alguien le interesa:
      • París era una fiesta, de E. Hemingway. Ese título siempre me pareció de una melancolía fulminante.
      • Todo cuanto amé, de S. Hustvedt, que me saltó a los brazos igual que ella, maldita zorra gatuna, debe saltar en el lecho de Paul Auster.
      • Esto... Los tres pilares del zen, de un Señor de La Solana (guiño a mis lectores manchegos). Que por qué. Porque me da la gana, seres muertos-por-dentro-con-vinagre-en-las-venas. Porque tengo que aprender a hacerle una trencita a mis pensamientos.
      • Y La buena cocina, de H. McGee. A Dios pongo por testigo que nunca volveré a hacer una bechamel con grumos).

6 comentarios:

  1. Eres maravillosa........me conmueve leerte.......es que no puedo

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  2. Ay, hija, qué bien que te expresas! qué envidia cochina, y qué lejos de aquí queda una buena biblioteca!
    Disfruta tú que puedes.

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  3. Pero, Sr. JM, si tiene usted una línea férrea de lo más hermoso, que le permite llevarse de la biblioteca de la foto cuatro libros al mes. Se te echa de menos, por aquí!

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  4. Anónimo entre comillas03 noviembre, 2011 23:45

    Así que has encontrado la cuadratura del círculo, el día de 28 horas (¿o era el día de 48 horas?) y no me has dicho nada...Yo, el día que leo 10 páginas me considero una heroína, y tú vas y arramblas con cuatro "elementos" nuevos.¿Y cuando "alimentas" a la "nueva criatura"? Por cierto, me gustó como nombre pa mi pa siempre, y visto el abuso que hago de ellas, el que me diste el otro día: anónimo entre comillas.

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  5. (Sssshhh, Anónima comillosa, un secreto: no me da tiempo a ná de ná. Tú sabes lo ansia viva que soy en materia libros. Pero ¿y lo bonitos que quedan en la mesa del salón?

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