domingo, 23 de octubre de 2011

Un refugio


          La foto sólo existe en mi cabeza. Estamos los dos en el porche que da a la parte de Cádiz, él sentado en una de esas sillas recogidas de quién sabe dónde, yo de pie, detrás suya. Le acaricio las orejas de koala, le rasco el cuero cabelludo. Ésta es una ceremonia primate que se viene celebrando esporádicamente desde hace más de veinticinco años. La cortina de lluvia nos tiene a los dos arrobados. Por fin. Hace un rato, antes de que nos pusiéramos a desayunar, la tormenta era un puño cerrado y metálico, encima del mar. Ahora que se ha abierto, todo es blanco, el cielo, el mismo mar, la mirada. Alguien ha borrado de la foto la sierra, así que el foco está puesto en nosotros, un padre y una hija que adoran las tormentas. Ésa debe de ser una de las pocas cosas, aparte de el físico, en que nos parecemos. No sé por qué le gustan a él. A mí me ponen alegre. Para mí las tormentas nunca han tenido ni un matiz de ese romanticismo de pelo revuelto y walquirias que detesto. Me sosiegan. Quizás sea porque estoy todavía conectada a la niña que estaba acostada en la cama mientras su padre entraba en la habitación y abría de par en par la ventana para disfrutar, mejor que en la suya, del espectáculo de truenos y relámpagos que alguien había programado esa noche. Entraba el aire húmedo, a lo mejor hasta gotas de lluvia, y la niña se arrebujaba feliz en la manta, contando, como le habían enseñado en la escuela, el tiempo que trascurría entre el fogonazo y el ruido. Sigue siendo un placer escuchar en la cama los primeros compases de una tormenta, cuando la voz ronca de los truenos se escucha todavía lejos, tanto que al principio cuesta diferenciarla de los movimientos de tu propia barriga. Luego, cuando está aquí, encima, puedes sobresaltarte con un trueno especialmente dramático, pero tú sabes que es sólo una bravata. La tormenta no amenaza, aunque por la ventana abierta se cuele un olor mohoso que hace sospechar que un rayo ha caído justo aquí al lado, revolviendo la tierra. Ni siquiera representa nada, un temor ancestral, un rito, o un montón de viejas y bonitas leyendas. Es una simple tormenta, rotunda y desnuda de significado, que no utiliza metáforas. Yo tampoco, ante ellas. Me callo y respeto. Y si ahora hablo es porque no quiero que se pierda nuestra foto. Qué pena que un Vermeer no nos hubiera pintado.


Sábado, 09:00

         Pero no es sólo la tormenta, sino la casa. Me he hecho adicta a ella. Hay gente que me conoce de siempre y que se extraña de que venga y me quede aquí tanto. Supongo que se habían acostumbrado a que cada por tres pusiera la brújula en dirección a cualquier lugar distinto de los dos que aparecen en mi carnet de identidad. Yo les digo que, bueno, Estepona está muy cerca de esto, lo otro y lo otro, que es una puerta a mi geografía selecta (eso no lo digo, porque me mirarían raro), pero lo que a mí me llama con la voz venenosa de la nostalgia, arrancándome de Granada, es la casa de mi padre. No es una casa de revista. La decoración tiene un aire de provisionalidad, los mismos cachivaches están siempre es los mismos sitios, como apuntalando la rutina de su único habitante (el montón flaco de periódicos deportivos, el stick para los hongos de las uñas, el libro sobre el cuidado del huerto, una carta del veterinario), y todas las superficies demuestran con poca discreción que mi padre es ciego al polvo. Quizás al paisaje que la rodea le sobran unos cuantos chalets dispersos y el horrible bloque de apartamentos que ningún grupo terrorista se ha atrevido aún, con muy mal criterio, a volar. Y la autovía está lo bastante cerca como para que yo me tenga que mentalizar de que lo que escucho no son coches, sino las olas del mar. Pero es una casa sólida, y simple y sincera. El salón casi vuela hacia el cielo, porque el piso de arriba, donde están las dos habitaciones pequeñas, sólo ocupa la mitad de su planta. Gracias al empeño de mi madre, predomina el tacto del barro y la madera. Ella se lamenta con amargura de lo poco que la disfruta, tanto que la había soñado, tanto que la trabajó, y no se da cuenta de que en realidad vive aquí, de que todo en la casa habla de ella y de su voluntad. Mi padre parece que sí se da cuenta, todos los días, y por eso reniega de lo mucho que el sol se come el color de la madera y acecha todos nuestros movimientos en pos de las manchas que puedan caer y perpetuarse para los restos en el suelo de barro. Para él, el infierno debe estar alicatado con baldosas de barro. O el cielo lleno de ventanas con carpintería de aluminio.

         Y lo mejor de todo es que la casa está abierta. Al poniente y al levante. Así que en ella recupero la energía que en la ciudad me roban el cemento y el asfalto, esos materiales de magia negra. Entre yo y el espacio libre no hay nunca más de un tabique. Y alrededor hay una muestra esquemática de lo que más amo. Se ve una franja de mar adornada con las palmeras del Laguna Village, que es un centro comercial de lujo que ese grupo terrorista holgazán debería cargarse, si tuviera un poco de respeto por sí mismo. Y no porque sea feo, que no lo es, a pesar del repelente tufo balinés de su arquitectura, sino porque insulta a la conciencia, con sus escaparates de medio millón de euros a los que da hasta vergüenza mirar. Se ve en días de poniente el perfil de la costa africana y, por supuesto, el Peñón, del que puede que os hable un día. Allí a la derecha, una sucesión de montes verdes que parecen la corte de la regia Sierra Bermeja. Se ve un simulacro de naturaleza: los campos de limoneros y aguacates, el huerto anclado a mi genética, los restos un poco mendigos de la vegetación original, un par de acebuches y de lentiscos, muchos hérguenes de espinas asesinas, el telón de cañas allí abajo. Si cierro los tímpanos al rumor de coches, me creo casi en la casa que sueño en mitad del monte. Y además hay cielo por todas partes, y puedo bajar la cuesta corriendo y haciendo molinillos con los brazos y gritando ¡vivaa, vivaaa! con la voz de Sin Chan. Puedo lagartijear después del desayuno. Puedo recoger las fresas, cuando les toca, una a la boca, otra a la caja. Puedo subirme a las ramas del aguacate, bajo cuya copa está Honduras. Puedo quedarme en la gloria sin expectativas.


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