jueves, 20 de octubre de 2011

Puertas


          La gente tiene poco respeto por las puertas de su casa. Los vecinos entran, salen, y toda la rabia o el entusiasmo que han ido fabricando, en la calle o en la habitación, la descargan con un portazo. Tiemblan mis paredes, la baldosa que piso tiembla como si el metro circulase por debajo. Son los terremotos que ningún sismógrafo registra. Inevitable sobresaltarse. Yo maldigo, es mi único recurso, porque estoy en casa, y porque respeto todos sus elementos, salvo a las puertas correderas del armario, que son unas impertinentes y unas caprichosas, y a la mínima se atrancan. Me cago en la madre japonesa de la americana que vive en el bajo, por haberla atiborrado desde el destete con Kellog's rellenos de tofu. En realidad, mi vecina de japonesa tiene sólo los ojos un poco apaisados, y algunas charlas por teléfono que comparte con toda la calle, en ese idioma de chiste, pero con un tono de voz más propio de Barbate. Todo lo demás es largo, robusto y vibrante. Da pasos de vaquero, sacude los bucles (que tampoco habrá heredado de su madre) como si sus tobillos fueran elásticos. No pide permiso por estar por el mundo. Las puertas se desmayan a su paso. Luego está el vecino de las toses. Debe andar por la cuarentena. Y debería ser puesto en cuarentena, dada la pinta tuberculosa de la tos que le da de vez en cuando. Eso que hace él con la garganta y el alma tiene que tener un largo nombre clínico, o metafísico. No se puede hacer eso con un simple cuerpo humano. Parece un rugido de dinosaurio. Y míralo al tío, en el patio privado que adorna la esquina de nuestro bloque, tan pancho, desafiando a la muerte inminente con un cigarro, y luego demostrándonos con saña, y con un regio portazo, que lo suyo va para largo. Pero, hombre, si se necesita emplear mucha más energía para cerrar así una puerta, me digo. Con lo fácil que es cogerla amablemente del picaporte y ponerla en su sitio. Lo cual demuestra que lo que la gente siente hacia sus puertas no es indiferencia, sino odio.


1ºB
                Y no lo entiendo. Las puertas son importantes. Una casa sin puerta es como un cuerpo sin piel, o una tortuga sin caparazón. Sin ella mi vida estaría abierta en canal, y yo no tendría eso llamado el propio espacio, que será más o menos bonito o sano, pero que es inevitablemente mío, como mía es mi rodilla. Si mi casa no tuviera puerta, yo no podría dejar en suspenso durante una buena parte del día casi todas las convenciones sociales: tendría que ponerme prendas que combinasen bien, en lugar de, por ejemplo, el uniforme de Don Pimpón. Tendría sin parar diálogos de ascensor con los vecinos que se asomasen al marco mellado. No podría hablar con nuestro acento de dibujos animados. No podría liberar gases. No podría estar sola, o a solas contigo. No habría cómo dejar de justificarse Tendría que esconderme debajo de la cama para llorar. Bendita sea la puerta principal. Cuando llego a casa del trabajo, con el uniforme sobándome las piernas, y veo la puerta de mi casa, sí, es verdad, podría tener menos polvo, y veo el felpudo, que no dice “Bienvenidos”, pero que a mí me parece casi perro de lo bien que me recibe, me dan ganas de darles un beso, como el Papa a la tierra.

                 Otras veces, en cambio, la puerta muestra un perfil algo inquietante. La cara oculta y sin ojos de la puerta. Pasa cuando la ausencia ha sido más larga, cuando hemos pasado el fin de semana en Estepona, o acabamos de volver de un viaje. Entonces, giro la llave en la cerradura despacio, un poco atribulada, y agarro bien la bolsa que llevo en la mano. Casi espero una especie de espanto dentro de mi casa. Que haya sido ocupada por las ratas. Que los libros estén de repente ordenados alfabéticamente, de la Z a la A, y no al azar, y que los cuchillos estén en el sitio de las cucharas. O que las paredes estén pringosas de sangre (¿De quién? No lo sé. Por aquí no se ve a nadie. Ni sé lo que voy a hacer. Si llamaré a la policía, que tomará muestras, hará preguntas y más preguntas, y jamás resolverá el caso, porque la sangre se corresponde con el perfil genético de una mujer desaparecida hace quince años, o que lo resolverá enviándome a la cárcel o al psiquiátrico. O si, barreño y bayeta en ristre, volveré a dejar las paredes más limpias de lo que estaban, y a continuación me pondré a buscar otro piso por internet, mirando continuamente por encima del hombro). No se lo digo a nadie, pero a veces cosas así me parecen hasta más lógicas que encontrar, tras mi ausencia, la casa intacta. Como si entre aquel cerrar y este abrir la puerta no hubiera habido nada, y las horas hubieran caído únicamente sobre mi cuerpo. Como si dentro de la casa autista yo no fuera necesaria. Entonces sí: dan ganas de cerrar la puerta con un tremendo portazo.

2 comentarios:

  1. ...o sea que tù tambien,como tu padre,estas incapacitada para ver el polvo en las superficies.

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  2. sigo siendo el dios de ebano... yo tambien sufro con las puerta de mi casa, todos tenemos que sufrir esa clase de vecinos, pero peor si los tienes dentro de casa, los aporreapuertas, digo...

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