martes, 18 de octubre de 2011

Mamá, quiero ser artistaa


       Yo nunca tuve una vocación. No nací con un amor de serie a las hierbas del campo o a la escritura. Si alguna vez me preguntaban lo que quería ser de mayor, yo contestaba rápidamente, creyendo que así no se notaría que estaba improvisando, con la primera palabra acabada en -óloga que se me viniera a la cabeza. Quise ser ornitóloga, neuróloga , arqueóloga. En realidad, no me creo en absoluto que las vocaciones sean un destino innato que se lleva empaquetado junto al número de lunares o la predisposición al infarto. Creo que hay personas cuyas historias se han puesto a girar tan pronto, y tan cerca, alrededor de un mismo foco que no son capaces ya de rastrear el momento justo en el que ese movimiento comenzó. Yo las envidio. Aunque me diga que el hecho de no tener un foco me permite extenderme por todas las direcciones que me den la gana. Que no soy la esclava de ninguna vocación. Admiro a las personas con una columna vertebral robusta, ésas que responden automáticamente cuando les preguntas lo que son o lo que les cautiva: éste se gana el jornal montando prótesis dentales, pero no se siente un impostor cuando aclara que, en realidad, es escritor. Y mírala a ella, la cajera del supermercado, su cara ausente mientras cuenta los minutos y los paquetes de pan de molde que faltan para enfundarse el neopreno y sumergirse en las calas del Cabo de Gata. Simplemente, admiro a la gente que posee una pasión antigua y una convicción.

         Yo no. No vengo de un linaje de guardas forestales, ni mi primera casa estaba a doscientos metros del monte. Nunca le escribí cuentos barrocos a mis muñecas. No fui una niña fantasiosa. Leía, leía, pero no creo que tuviera demasiada imaginación. De hecho, la frase que más repetía era “me aburro”. Hablaba poco, no sólo porque fuera tímida, que vaya que sí, sino porque supongo que no tenía mucho que decir. Así que nunca necesité echar mano de la escritura para expresar las historias que no tenía, o que tenía escondidas, muy, muy profundas, o para dialogar con los amigos invisibles que tan bien me hubieran venido. Qué niña tan solitaria fui.

       Hasta que un día, con doce o trece años, no sé, empecé a llenar folios con los primeros apuntes interminables de una historia de caballeros y princesas. No puedo responderme a la pregunta de qué es lo que me hizo pasar de la lectura a la escritura, de manera, eso sí, muy vaga. Como quien se dice, una tarde de lluvia, puf, qué hago, mmm, ¿punto de cruz? Los protagonistas no llegaron a conocerse, y aquellos folios escritos con una letra que no se decidía a ser redonda o aguda, ¿los tiraría?. Luego tuve un cuaderno verde, y dentro, un colegio mayor, y un adolescente salvaje. Ya os he puesto en antecedentes del tipo de niña – liquen que fui. ¿Qué esperabais? Al poco estalló mi propia adolescencia. En sólo tres palabras: soledad y basura romántica. ¿Y no es así como nacen la mayoría de los diarios? Hubo tanta soledad, durante los años universitarios, que por fin los amigos invisibles se presentaron, y los diarios se fueron multiplicando. Ya tenía algo más que decir. Aullidos amorosos, es cierto, pero eso era lo de menos. Lo de más es que la escritura se fue haciendo una necesidad íntima, una especie de proceso de diálisis que me limpiaba la sangre del exceso de sentimentalidad. Y era todo tan secreto, había tal cantidad de pudor en el acto de encerrarme en mi habitación con la libreta. Era casi obsceno. Si alguien abría la puerta sin llamar, yo disimulaba, y ningún escondite me parecía lo bastante ingenioso para contener la curiosidad de mi hermana.

       El pudor sigue todavía, y contra él me peleo. Cuántas veces me habrá solicitado mi madre, tímidamente, también, que la dejara leer algo de lo que escribo. Cuántas veces me he escabullido, por miedo a ser juzgada. Y sigue la necesidad. Eso es algo que me saca de mis casillas. La necesidad no es elegida, ni es, en principio, alegre. No es amor, es obsesión, que decía el requetehit. Son muchas las veces que me obligo a escribir, y muchas las que pospongo la respuesta a la pregunta de si realmente me gusta escribir. A ver, Silvia, rica, por qué lo haces. Y yo, por entender, por hacer algo bello, por hacer algo bueno, por hacer algo propio. Por hacer, por hacer. ¿Para qué? ¿Acaso para brillar? “Oh, mamá, ser protagonistaa”. Nunca pensé que el resumen de mi relación turbulenta con la escritura estuviera grabado en la voz de drag queen de Concha Velasco. En realidad, aunque lleve todo el día tarareando la canción, sigo sin creerlo. Me cuesta pensar que esta obligación de escribir que me he creado no se alimente de otra cosa que de vanidad. Porque casi siempre es divertido. Le da relieve y brillo al mundo. Fomenta mi atención. Me pone en el presente. Me hace sólida, y solidifica la vida, aunque lo que resulte no tenga tanto que ver con la vida. Qué leche: escribir me gusta. Cada vez pesa más la fe que las inseguridades.

4 comentarios:

  1. Curiosidad era poco decir paya..sobretodo después de que un día que no tomaste las suficientes precauciones el preciado tesooorooo cayó en mis manos (sólo unos segundos, he de decir, y no por decencia y respeto sino por miedo a Mr hyde ) y leí unas líneas..Cómo podía ser que la que escribía fuera mi odiadilla hermana.. Me daba tanta rabia pensar que quizás sólo por ser hermanas me estaba perdiendo conocer a una tía que parecía tan diferente a la que por entonces sufría a ratos...
    Me alegro que for fin te hayas decidido a dorir en los coches, te quiero mushoooo (a tí también J., gracias, gracias por matar a hyde, jijiji)

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  2. Tienes un premio por ser mi primera comentarista, chíspulis. Estoy emocionada. Precioso lo de la rabia.
    Te quiero mil. (Aunque Mrs. Hyde sólo existió en tu cabeza, sorry/zorry)

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  3. Chica, silvia, no sabiamos lo bien que podia escribir "una persona de la calle". Simplemente nos encanta......

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  4. ¿Me estás llamando chica de la calle, Anónimo? :)
    (Muchas gracias)

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