martes, 25 de octubre de 2011

El ángel de la guarda

Lo crean o no, lo único que yo pretendía era cuidar a esas muchachas. Eran tan bonitas, tan frágiles. Quién hubiera sido capaz de hacerles el menor daño. Y, sin embargo, yo sabía, y ustedes lo saben, que este tipo de chicas perfectas atraen la maldad del mundo. Por eso, cuando detectaba a una de ellas, sola, normalmente de noche, y a veces también de día, porque la maldad no descansa, la seguía hasta un lugar seguro.

Recuerdo a la primera chica que seguí con una ternura de primer amor. Ella era oro macizo, de la cabeza a los pies, desde el bucle de pelo finísimo de la nuca que no recogía su coleta, hasta el tobillo de pajarito. Salía del gimnasio a última hora de la tarde, y era la primavera escrita sobre las calles en letras mayúsculas. Llevaba pantalones cortos y cardenales que le sentaban estupendamente, y aunque no era una niña, había en su mirada un no sé qué de los primeros días, un asombro. Una especie de capacidad inmaculada para la alegría, como si la vida no se hubiera atrevido todavía a tocarla. Como a mí sí que me ha tocado, enseguida me hice una composición de los peligros que podían acecharla por la calle, y sufrí. Vi cómo podía despertarse la codicia del mundo a su paso, y por eso me fui tras ella. A una distancia prudencial, para que la sensación de amenaza no la turbase. Estudié su arquitectura de bailarina, sus pasos ligeros, pisé la acera por donde ella pisaba, como siguiendo un rastro infrarrojo. Yo la protegía, y ella me devolvía un antiguo calor perdido. La seguí por media ciudad, y cuando atravesó el portal de su casa, me sentí reconfortado. Orgulloso y humilde a la vez. Al día siguiente la esperé junto al gimnasio, y al otro, y al otro.

Una noche salí de un bar apestando a humo, y allí estaba ella, qué sorpresa, mi flor en mitad de la madrugada, con los ojos pintados. Se despidió de sus amigos entre risas y besos sinceros, como si bailara todavía, tintineando. Y la seguí, por supuesto. Su paso era más apresurado que de costumbre. Sus rodillas restallaban como látigos contra el suelo. Íbamos los dos solos por la calle, separados. De vez en cuando ella giraba la cabeza hacia atrás. En una de ésas nuestras miradas se cruzaron y, a pesar de la distancia, distinguí el miedo en sus ojos. Créanme, es horrible ver cómo se asusta un ser bello. Aceleró, y yo tuve que acelerar. Cambió de acera, cambié de acera. Al fin le di alcance, poniéndole una mano en el hombro. Sólo quería tranquilizarla, decirle que no tenía nada que temer conmigo. Pero dio un grito, y tuve que cerrarle la boca. Se revolvió, intentó morderme. A mí. Cómo pudo pensar que podía hacerle daño, después de todas aquellas veces en que la había protegido. Y de qué lugar oscuro había salido de repente todo ese miedo que la manchaba, que nos manchaba a los dos. Me sentí tan sucio que apreté su garganta, apreté, apreté, hasta que cayó al suelo. Se quedó tan quieta, tan bonita, ahora sí, como siempre, como una flor recién cortada.

Ya no hubo otra como ella, ninguna que se diera a las calles con su inocencia. Las chicas a las que desde entonces me dediqué a proteger descubrían mi sombra cada vez con mayor rapidez. Todas se terminaban asustando.

1 comentario:

  1. Esto lo coge un cineasta espabilao y lo convierte en una peli de miedo,conque ojo,vaya a ser que lo hagan sin pasar por caja.

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