jueves, 27 de octubre de 2011

Amigo


           
     Me pasa que de tanto en tanto siento cómo va creciendo la necesidad de escribirte una carta. Empieza de manera tímida, porque alguien pronuncia la palabra “amigo”, o porque yo llamo a un compañero por su nombre, que es también el tuyo. Porque cuando abro una lata de mejillones, me viene la imagen de aquel picnic extravagante que celebramos una vez tú y yo, en pijama, en el cuarto de baño del hotel en el que nos alojamos en Lisboa. Porque alguien, aquí en la oficina, cuenta el modus operandi de un tío que ha estado metiendo fuego en el camino que baja a la playa de Cantarriján, yo me acuerdo de cuando tú, yo y alguien más, bajamos también por él, o a lo mejor no era esa playa ni ese camino, sino la del Cañuelo, y a mí se me rompió a traición una sandalia, y tú te descalzaste también y compartiste mi via crucis por la cuesta pedregosa. Empieza así, como un picotazo diminuto de mosquito que te rascas, te rascas, y de pronto es una herida. Pero ni siquiera es tan dramático, el desarrollo de esa necesidad. Crece sin más, un poquito cada día, y yo la escucho como si fuera un río subterráneo, mientras voy del gimnasio a la casa, y de la casa al trabajo, o mientras estoy meciendo la olla para que ligue el guiso de boniato.

            Entonces me pregunto “qué estará haciendo él ahora”. ¿Te seguirá abriendo las carnes el circo de la enseñanza del que formas parte? ¿O ya ni siquiera, porque quizás a estas alturas tú mismo seas una cifra más en la estadística cruel del recorte en la contratación de interinos? ¿Te durará todavía el impulso con el que retomaste la tesina? ¿Por qué rincón de tu comarca andarán de paseo tus piernas y tu imaginación? ¿O estarás plantando ya los puerros? ¿O tumbado en el sofá, con la vista fija en el techo, buscando, buscando?

             Preguntas que se resolverían fácilmente con una llamada de teléfono. Todos los días programo llamarte, y todas las noches me conformo con las excusas que me lo han impedido, y me digo, como Escarlata O´Hara, mañana, mañana. Sé que a ti estos propósitos te hacen sentir un poco incómodo, como si con ellos yo expresara un tipo de obligación social que nunca, desde que nos conocemos, ha parecido afectarnos. Así que, mientras te llamo o no, te sigo imaginando, y dejo que se abra un huequecito de tranquilidad y silencio en la caja de hilos de mi cerebro, para poder hablar contigo.
   
        Aunque no sepa muy bien qué decirte que no sea un plagio de todas las cartas que ya te he escrito. En mis diarios hay unas cuantas, y no sé cuál de ellas te habré enviado, o cuál se ha quedado depositada en una caja fuerte de la que hasta yo he perdido la clave. Si los leyeras, los diarios, te asustarías, igual que yo me he asustado ahora. Quizás te conmovería la manera en la que mi aislamiento se quedó deslumbrado al conocerte. Te llenaría de ternura que desde el principio te reconociera como al compañero de recreo que siempre estuve esperando. Te enorgullecería el hecho de que tus sueños y tus visiones fueran inmediatamente los míos, y que desde entonces siento Sancti Petri o el sabor salado de la manzanilla como algo muy íntimo, como si yo hubiera sido también el niño que tú fuiste. Quizás te ahogaría la cantidad de sentimiento que eché encima de tu nombre. Quizás te irritaría comprobar cómo todas las necesidades que por entonces me acuciaban se apropiaron de ti y te mitificaron. Tú no eras simplemente tú, mi amigo y mi compinche intermitente. Tú eras una esperanza que quemaba. Porque yo te quería. Como suena. Sí, ya sé que más de una vez nos hemos intercambiado declaraciones de amor. Pero no hablo de eso. Yo te quería, eso queda claro en los diarios, y nunca me atreví a decírtelo. Un día, creo que estábamos en un chiringuito de Cabopino, comenté de pasada lo bueno, lo liberador que sería poder decirlo todo, abrir la caja de los secretos y tirar a la basura los diarios. Qué poco honrada fui, ¿verdad?, qué cobarde.

      Y qué cabal, pienso ahora. Porque por encima de todas mis necesidades frustradas y todo mis deseos seguía bullendo una amistad auténtica, una fuente de risa, iluminación y sinapsis. Cuando quedó claro que nunca habría otra posibilidad más que esa, qué liberación de repente, qué paz. Fue una especie de revelación budista: mi expectativa, la imagen de ti que yo me había compuesto, se borraron de un plumazo, y quedaste tú, intacto, y yo, limpia.

       Te confieso ahora esto, de una manera exhibicionista que puede que no comprendas. Va ya para dos años que no nos vemos. Sonaría tan artificial que, por teléfono, escuchara tus proyectos, te contara los míos, nos quejáramos un poco para no perder la costumbre, nos pisáramos el turno al hablar, y luego yo saliera con un “y por cierto...”. Mejor esta carta. Va para dos años que no nos vemos. A veces me pregunto si esto no será más un empeño que una amistad. Siempre ha sido tan básica esa palabra y se han colmado tan poco sus posibilidades, siempre, que me pregunto si no habré estado abusando de ella como de un villancico. Y, sin embargo, pese a la lógica del tiempo y del espacio, te sigo sintiendo cerca.
 

1 comentario:

  1. Silvia me ha enternecido tu carta a ese amigo tuyo Guadiana,,que pena que la dejaded,o lo que sea,vayan distanciando a los que creimos insustituibles.

    ResponderEliminar